sábado, 9 de febrero de 2013


LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX

Antecedentes

El siglo XVIII es el siglo de las luces, de la Ilustración. Representa el nacimiento de la modernidad y a lo largo de su transcurrir se colocaron los fundamentos del mundo contemporáneo. La Ilustración rompió con el sistema metafísico como forma de conocimiento y su referente doctrinal reposó en las corrientes empiristas y racionalistas de finales de siglo XVII, a la par que desarrollaba una moral en la bondad natural del ser humano y en su derecho a la felicidad. La Ilustración encontró su culminación intelectual en Inglaterra y, sobre todo, en Francia donde la Enciclopedia es la principal codificación de estas formas de pensamiento. En palabras de D’Alambert el pensamiento ilustrado "discutió, analizó y agitó todo".

En España el desarrollo del pensamiento ilustrado se vio favorecido por la entronización de la nueva dinastía borbónica y la apertura de múltiples contactos intelectuales con otros países europeos. A pesar de la ya inoperante Inquisición y de la oposición de ciertas elites tradicionales, la irrupción de los nuevos debates e ideas se asentó paulatinamente hasta alcanzar su ápice en la segunda mitad del XVIII durante el reinado de Carlos III. El papel difusor que en Francia tuvieron los salones nobiliarios y burgueses o las sociedades de sabios, recayó en España en las Sociedades Económicas de Amigos del País en las que destacaron personalidades influyentes del mundo de los hidalgos. La importancia de la Ilustración en España, residió más que en la aportación de un valor añadido, en los métodos de aplicación a la realidad española de los principios reformistas en forma de programas políticos. En el campo de la política el reformismo ilustrado tiene unos precedentes en tiempos de Felipe V en discursos que ideológicamente entroncan sobre todo con el arbitrismo del siglo precedente. Sería el caso del libro del ministro de Hacienda José del Campillo, titulado Lo que hay de más y de menos en España.

La política reformista tuvo mayor calado durante el reinado de Fernando VI con la figura de Cenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, para llegar a su plenitud en época de Carlos III con la espléndida rigurosidad intelectual y actividad de Campomanes, la figura central del reformismo español, o la más tímida de Floridablanca. El reformismo ilustrado entró en crisis durante el reinado de Carlos IV. El mundo intelectual ilustrado quedó apartado de la política. Es el caso de Jovellanos cuyas reflexiones y propuestas no pudieron concretarse en programas de acción política. El autor del Informe sobre la Ley Agraria, obra prohibida por la Inquisición, sólo pudo ser, en 1797, ministro de Gracia y Justicia.

En efecto, el reinado de Carlos III (1759-1788) marca la culminación del reformismo ilustrado siguiendo la estela de su etapa como rey de Nápoles. Para empezar cabe señalar una contradicción entre los proyectos de reforma y la realidad que alcanzaron en la práctica. Además del tono intelectual las reformas venían impuesta por la necesidad de robustecer el poder del Estado, la modernización de la política y el mantenimiento de una política exterior que asegurase la conservación del imperio. La política reformista se apoyó en una capa de profesionales bien preparados, de procedencia hidalga. El problema residía en que muchas de estas reformas cuestionaban la existencia del mundo de privilegios que conformaban el Antiguo Régimen. Por tanto esta clase de política era contemplada con temor por sectores de las elites tradicionales, sobre todo de la grandeza de España. Así emergen un cúmulo de tensiones entre el mundo hidalgo que ejerce parcelas básicas en la gobernación del Estado y las elites tradicionales que en un principio se oponen a los ministros extranjeros de Carlos III, con tintes casticistas que esconden el temor a una excesiva radicalidad de los proyectos reformistas. Un ejemplo de ello seria el motín de Esquilache que estalló en 1766, con epicentro en Madrid y que se extendió a otras ciudades españolas. El encarecimiento del precio de los alimentos provocado por las malas cosechas, el aumento de impuestos y otras medidas de control multiplicaron el descontento popular que explotó en forma de motín. La cuestión se saldó con la destitución del ministro Esquilache y el abaratamiento del pan. Aunque no cabe hablar de conjura por parte de las elites tradicionales cabe plantearse cierta instrumentalización del descontento que provocó una disminución del calado reformista en un futuro inmediato. Un año después los jesuitas fueron expulsados de España, considerándoles inductores del motín.


Si consideramos las reformas a la luz de la producción intelectual de los ministros ilustrados llegaremos a la conclusión de que su aplicación hubiese transformado radicalmente las estructuras económicas y sociales, pero como hemos señalado la realidad fue más tímida. Precisamente el político ilustrado más consecuente fue Pedro Rodríguez Campomanes (1723-1803), posteriormente conde del mismo nombre. De origen hidalgo estudió Derecho, desarrolló una importante actividad como historiador hasta entrar en la Academia de la Historia en 1748 y dirigirla en 1764. En 1762 era fiscal de lo civil en el Consejo de Castilla, con gran capacidad de decisión en temas económicos. Su producción intelectual resulta interminable: desde temas fiscales hasta religiosos pasando por las mejoras de la agricultura , el fomento de la industria popular o las reformas agrarias. Fue artífice del establecimiento del libre comercio de granos en 1765; completó intelectualmente la justificación del regalismo; planteó medidas para evitar la extensión de manos muertas y la reducción del poder de la Inquisición; como presidente del Concejo de Mesta en 1779 controló los abusos de la misma; participó en la reforma de la administración municipal; elaboró por encargo del conde Aranda un dictamen sobre el motín de Esquilache favorable a la expulsión de los jesuitas; colaboró con Aranda y Olavide en los proyectos de colonización de Sierra Morena, y fijó las claves parra una futura modernización global del campo: el aumento de la superficie cultivable, el predominio de la pequeña propiedad con los repartos de baldíos y comunales, la desvinculación de mayorazgos y el establecimiento de arrendamientos a largo plazo. En 1786 obtuvo en propiedad el cargo de gobernador del Consejo de Castilla. En 1791 su antiguo amigo el conde de Floridamente, del cual se había apartado en los últimos años, le destituyó de sus cargos.

La consolidación del poder del Estado y el fomento de la economía exigían una articulación más sólida del territorio, primera condición para la construcción posterior del gran espacio nacional de la política y de la economía. Los primeros conatos de una política caminera corresponden al reinado de Fernando VI. El camino de Guadarrama unió las dos Castillas en 1750. El camino de Reinosa a Santander, terminado en 1752 permitió la comunicación entre Santander y el Cantábrico.

Desde los inicios del reinado de Carlos III, se intensificó la construcción de la red vial con un evidente formato radial con centro en Madrid. El 10 de junio de 1761 se expidió una real orden "para hacer caminos rectos y sólidos en España que faciliten el comercio de unas provincias a otras, dando principio por las de Andalucía, Cataluña, Galicia y Valencia". La Corona financió esta red radial, dejando a los municipios la de las redes comarcarles y regionales. En la segunda mitad del siglo se levantaron mil setecientos kilómetros de carreteras, sobre todo cuando el conde de Floridablanca fue nombrado secretario de estado en 1777. Prioritario fue la carretera Madrid-Cádiz que hizo más ágil la comunicación entre la Corte y las Américas. También se pavimentaron otros trescientos kilómetros de carreteras transversales aparte de la construcción de posadas, casas de posta y de la nueva Casa del Correo en la madrileña Puerta del Sol, emblema de un servicio postal que en la segunda mitad del XVIII supera su naturaleza aúlica anterior para convertirse progresivamente en un servicio público que permite la movilidad creciente de la información de todo tipo


Hijo de Carlos III y María Amalia de Sajonia, Carlos IV ascendió al trono en diciembre de 1788. Sus veinte años de reinado están jalonados por la primacía de los acontecimientos exteriores que determinan la evolución interna española y de las posesiones transoceánicas. La revolución francesa provocó la crisis de los postulados reformistas y de la política afín, ya francamente ralentizada en los últimos tiempos de Carlos III. Es el final de una generación. Los Campomanes, Floridablanca o Aranda atemperan sus discursos y acaban desplazados por la velocidad de los acontecimientos en el país vecino y por la inquietud que éstos generan en las clases dirigentes españolas.

Al frente del ministerio, el conde de Floridablanca practicó la política represora de cordón sanitario frente a la propaganda revolucionaria que llegaba del país vecino, lo que no evitó su caída en febrero de 1792 y posterior procesamiento, en un momento de amplio debate sobre la estrategia que se debía seguir con respecto a los revolucionarios franceses: bien una actitud rupturista y belicosa –Floridablanca-, bien una actitud más transigente que no fracturara enteramente la política anterior de los Pactos de Familia. Aranda era partidario de la segunda opción. En suma, a qué se daba prioridad: ¿a la inquietud de la monarquía y de las clases privilegiadas por el contagio de la revolución o al secular peligro inglés en las rutas del Atlántico, vitales para la conservación de los territorios americanos agitados por el ejemplo de la independencia de las trece colonias del dominio inglés y por los discursos que llegaban desde la Francia revolucionaria?.

Tampoco Aranda consiguió consolidarse. En noviembre de 1792 le sucedió Manuel Godoy, quien dominaría la política española y la voluntad de los reyes hasta 1808. Godoy era un intrigante y ambicioso personaje de origen hidalgo que aprovechó sus relaciones íntimas con la reina María Luisa para lograr un rapidísimo y suculento ascenso social y político. Había ingresado en los guardias de Corps en 1784; en 1791 ya era teniente general, con veinticuatro años, y un año después obtuvo el ducado de Alcudia con la grandeza de España. En cualquier caso su llegada a la cúspide de la política fue bien recibida por las clases privilegiadas, porque le consideraban un dique de contención de las ideas revolucionarias.

La guerra contra la Convención se inició en 1793 con los éxitos del general Ricardos en el Rosellón, pero pronto cambió el curso de los acontecimientos. La invasión de las tropas republicanas en territorio vasco obligó a pedir la paz, que se firmó en Basilea en julio de 1795 y significó un triunfo diplomático para Godoy: Francia abandonaba su conquista a cambio de la parte española de la isla de Santo Domingo. Fue nombrado Príncipe de la Paz.

En 1796 Godoy propugnó el giro de la política exterior: la alianza con el Directorio francés, en una especie de revitalización de la antigua política de los Pactos de Familia. En octubre del mismo año España declaró la guerra a Inglaterra, una guerra que se saldó con varios reveses y la caída temporal de Godoy en 1798, siendo sustituido sucesivamente por Saavedra y Urquijo.

En diciembre de 1800 Godoy volvió al poder. A partir de este momento la alianza con Francia entra de lleno en la lógica de la expansión napoleónica y su enfrentamiento con Inglaterra. En 1801 la breve guerra de las naranjas contra Portugal –que se negaba a entrar en la política de bloqueo antibritánico de Napoleón- acabó con la cesión de la plaza de Olivenza a España. El nuevo episodio bélico iniciado en 1804 culminó con la derrota marítima de la escuadra hispano-francesa en la batalla de Trafalgar. Las repercusiones a corto y medio plazo resultaron extraordinariamente lesivas para el futuro del Estado transoceánico español. El almirante Nelson había asestado un golpe decisivo al poderío naval español que, posteriormente, facilitaría la independencia de los territorios americanos.

A corto plazo la derrota de Trafalgar cortó las comunicaciones españolas con América, generando una sensación acusada de debilidad que exageraba las virtudes de la alianza con Francia. Napoleón necesitaba a España en su política de bloqueo antibritánico de forma directa, pero también indirecta, como vía para la conquista de Portugal. El 27 de octubre de 1807 los representantes de Francia y España firmaban el tratado de Fontainebleau. El proyecto dividía Portugal en tres partes: la septentrional para el rey de Etruria, en compensación por la incorporación a Francia de la Toscana italiana en 1807 (solución bien recibida por la Corte española, puesto que se trataba de un nieto de Carlos IV); el sur, es decir, las regiones de El Algarce y El Alentejo, se cedería a Godoy, y la posesión de la zona central quedaba indefinida hasta la conclusión de la paz con Portugal. En todo caso los tres principados quedarían bajo la protección del Rey de España. Hipótesis de reunificación peninsular muy bien acogida en la corte de Madrid, que además era instrumento y coartada de unos planes de mayor alcance: la ocupación militar de España, ya que el tratado permitía, sancionando una situación ya de hecho, la libre entrada y acantonamiento de las tropas francesas en territorio español como paso hacia Portugal. En un mes el ejército francés, al mando del general Junot, entraba en Lisboa, y el príncipe regente Juan de Braganza huía a Brasil.

La alianza con Francia desde 1796 y su correlato bélico consumió la inmensa mayoría de los recursos disponibles. La hacienda estatal, siempre maltrecha en sus vías de alimentación, contemplaba con inquietud la merma de ingresos y el deterioro del comercio con los territorios americanos. Así la crisis financiera de la monarquía amenazaba con una reordenación del sistema de impuestos que afectaría a las clases privilegiadas. Paradójicamente cuando el discurso reformista de la época de Carlos III se había apagado, el cúmulo de circunstancias adversas hacía más visibles las limitaciones del Antiguo Régimen y la necesidad de reformas en profundidad. La desamortización de los bienes eclesiásticos, antecedente de la que posteriormente realizara Mendizábal, fue entendida como el primer episodio de una cadena de reformas. Las elites tradicionales habían visto empequeñecidas sus atribuciones, poderes y posiciones en la corte por el control que ejercían Godoy y su camarilla. Un sector de estas elites buscó el apoyo del príncipe de Asturias, Fernando, como alternativa a Carlos IV y Godoy.

 
Estas tensiones políticas, con nudo en Palacio, fueron adquiriendo mayores dimensiones, mezclándose con la política internacional para hacer crisis en la conjura de El Escorial en 1807, y en el motín de Aranjuez de 1808. Ambos episodios son una especie de revuelta de privilegiados. La conjura de El Escorial, que intentaba situar a Fernando en el trono, acabó en fracaso, con el perdón del monarca para su hijo y el destierro de los implicados de una camarilla cuyas cabezas visibles eran el influyente clérigo Escoiquiz y los duques de San Carlos y del Infantado. El siguiente intento fue el motín de Aranjuez, la noche del 17 de marzo de 1808, esta vez adobado con una proyección popular que expresaba el descontento por la mayor actividad de las tropas francesas. Una proclama de Carlos IV el 16 de marzo, con el fin de tranquilizar los ánimos, insistía en la actitud amistosa y de colaboración de los franceses, a la par que desmentía el presunto viaje de la familia real a Andalucía para embarcar hacia América. Esta vez el éxito de la camarilla fernandina fue concluyente: la destitución de Godoy y la renuncia a la corona de Carlos IV el 19 de marzo, a favor del príncipe Fernando. No por ello la crisis política y dinástica quedó cerrada.

 

En efecto, el 23 de marzo el general Murat, lugarteniente del emperador en España, entraba en Madrid. En la doble estrategia de Napoleón, la parte militar parecía concluida. Faltaba culminar la vertiente política, cuyo fin último suponía el cambio de dinastía. El escenario fue la ciudad francesa de Bayona. Allí acudieron Godoy, Carlos IV y Fernando VII buscando la protección del emperador. Durante los diez primeros días de mayo se sucedieron las abdicaciones de Bayona, en una ambientación humillante de conflicto de la familia real española ante Napoleón. La Corona pasó vertiginosamente por varias manos: Fernando VII retrotrae a Carlos IV, éste abdica a favor de Napoleón, quien a su vez eligió a su hermano Luis como rey, pero éste rechazó el ofrecimiento. La Corona acabó en el primogénito de los Bonaparte, José, quien después de muchas dudas la aceptó, el día 6 de junio. José I era el nuevo monarca de un país que así se incluía e la red endogámica-familiar de estados satélites que el emperador había diseñado para Europa.


La guerra de la Independencia de 1808-1814 es el acontecimiento universalmente aceptado que abre las puertas de la contemporaneidad en España y es, además, el primer referente de una historia nacional. En principio la guerra fue una cuestión regional del enfrentamiento entre Inglaterra y la Francia napoleónica, pero acabó facilitando el primer ensayo global de desmantelamiento jurídico del Antiguo Régimen a través de la legislación emanada de las Cortes de Cádiz. Como si se tratara de unos cartones goyescos, los protagonistas sociales y los discursos de la guerra dibujan ambientes repletos de paradojas y contradicciones. Los campesinos resistiendo a los franceses bajo el lema, de ribetes inmovilistas, Dios, Patria, Rey, a la par que también se resisten a pagar las rentas y derechos a sus señores españoles. En Cádiz muchos de estos últimos o sus representantes consideran a esos campesinos como la Nación en armas, y como la expresión social de la soberanía nacional, al tiempo que en agosto de 1811 declaran abolido el régimen señorial y, un año después, el día de San José, aprobaban la constitución.


La crisis del Estado del Antiguo Régimen adquiere su plena comprensión si la articulamos en la dimensión transoceánica que tenía la Corona multiterritorial de los Borbones, y que recogía una herencia de tres siglos. En el verano de 1811 los ejércitos franceses ocupaban la mayor parte del territorio de la Península. Lejos de allí, pero no por ello en desconexión con este acontecimiento, aquel mismo verano, el 5 de julio, se proclamaba la independencia de una nueva nación: Venezuela, es decir, el principio del proceso de emancipación de los territorios americanos de la Corona. Ninguno de estos dos fenómenos puede observarse por separado, ni por la época en que se desencadenaron, ni por las múltiples interdependencias de fondo, diseñando una estructura única de comprensión: la crisis del Estado transoceánico, definido como un conjunto territorial, no sólo en términos cuantitativos, sino vinculado por la persona del monarca y por un haz de relaciones económicas y sociales de orden señorial, en las que descansa la esencia de su funcionamiento y la estabilidad de la Corona en términos de despotismo ilustrado, pero también de su crisis.

Había sido un Estado sin parangón entre sus convecinos del Antiguo Régimen, por contener algo tan peculiar como un imperio colonial de carácter estamental a di- ferencia del modelo colonial británico. Era un Estado que rebosaba contradicciones, como la de que su capital fuera Madrid, una mediana ciudad europea, y su principal urbe México, un núcleo colonial que representaba la mayor ciudad de toda América a finales del siglo XVIII.

Cronológicamente, la fase final del Estado transoceánico puede situarse a partir de 1765, fecha de las reformas ilustradas más avanzadas a ambos lados del Atlántico, para culminar en 1826, año en que se puede considerar plenamente realizada la independencia del área continental americana y año en el que fracasa, durante el Congreso de Panamá, el proyecto de Simón Bolívar de una unión íntergeográfica suramericana En el caso de la Península, completa la periodización del proceso el final de la monarquía absoluta con la muerte de Fernando VII en 1833, último y principal pilar de sustentación del Estado transoceánico.

La descomposición de este tipo de Estado entre los siglos XVIII y XIX queda explicada por su dificultad para renovar en los planos social, económico y político su propio funcionamiento. Esta dificultad de «regeneración» interna se hizo mas visible cuando se produjo el violento choque con el exterior. Las estructuras del viejo edificio borbónico se estremecieron al ser desplazadas por la máquina de guerra de una nueva y pujante potencia europea: la Francia resultante de la revolución. La invasión napo- leónica, al desarticular la monarquía absoluta de los Borbones españoles, coadyuvo a la ruptura del principal nexo que articulaba aquella formidable extensión territorial a ambos lados del Atlántico, haciendo emerger todo un cúmulo de contradicciones en América y España, hasta entonces difícilmente sujetas por el despotismo ilustrado. Desarticulada la monarquía borbónica de Carlos IV, los efectos que se desataron en el reino, virreinatos, audiencias y capitanías generales a partir de 1808, fueron de resultados irreversibles. Fue inútil el intento de continuidad de Fernando VII en 1814. La monarquía ilustrada y soberana del Estado transoceánico feneció en aquella primavera de 1808. Lo que aconteció hasta 1826 en América y hasta 1834 en España fueron, más bien, los últimos coletazos de una crisis.

Las guerras de independencia en España y América forman parte de un contexto internacional mucho más amplio, en el que se barajaban viejas y nuevas cuestiones económicas, políticas y de mentalidades. Se estaba resquebrajando la visión de un mundo antiguo y nacía otro distinto. Chocaban entre si la noción de poder absoluto y de libertades políticas, la de religión y la de la razón, la de orden teológico y la experiencia científica, la de dominio señorial y la de propiedad de mercado, la de derecho divino y soberanía nacional... en suma la de orden estamental y la de sociedad abierta.

Sólo quedaron como restos del Estado transcoceánico Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Cuba era la principal plataforma colonial después de la perdida del Imperio continental. Se transformó, pues, en una pieza clave de la configuración del Estado liberal metropolitano. Era el mayor entorno colonial para la obtención de unos excedentes económicos indispensables en varias instancias: para la provisión de recursos con destino a las exhaustas arcas de la hacienda pública, sujetas a un déficit crónico; además, el comercio con Cuba actuaba de equilibrador de la balanza de pagos metropolitana, intercambios sujetos a la política de mercado reservado que permitía la colocación de stock no realizables en el mercado interno español.

España puso en práctica dos formas de actuación para el control de la Isla. Ya que no era posible un acoplamiento natural entre las respectivas economías, la metrópoli desplegó sobre Cuba un control coercitivo en su doble versión política y económica. Desde el punto de vista económico España estableció una práctica arancelaria sobre las exportaciones e importaciones cubanas, dirigida tanto a alimentar el erario público, como a favorecer la consolidación de determinados monopolios peninsulares e insulares, en perjuicio de ciertos sectores de la oligarquía productora del azúcar. En el plano político, el posible abanico de soluciones para el control de la Isla se redujo a evitar que en Cuba se desarrollase cualquier opción de corte liberal, con el fin de afianzar el control social y arancelario. De ahí la política de plenos poderes otorgada al capitán general, siempre un militar con decisiva influencia en la política metropolitana. Esta sobrevaloración del espacio colonial cubano viene explicada por la expansión de su economía azucarera. Conforme Cuba articule su espacio económico en el mercado mundial, queda bajo el dominio de los comerciantes de origen español, que se integran como una elite de poder capaz de intervenir de forma determinante en los asuntos políticos de la metrópoli. Sin caer en determinismos exógenos, resulta evidente la presión política procedente de La Habana que tuvo que soportar en su evolución el Estado liberal del siglo XIX. Además las relaciones España-Cuba provocaron situaciones extremas como la guerra de 1868 a 1878 o la de 1895 a 1898.

 


Si las estructuras del Antiguo Régimen no eran viables para el conjunto del Estado transoceánico, mucho menos para los límites de la metrópoli. La obra abolicionista de las Cortes de Cádiz quedó en suspenso en 1814, con el restablecimiento del absolutismo. Tras la muerte de Fernando VII en 1833 se asiste a una secuencia nuevamente abolicionista que, de manera irreversible, sepulta al Antiguo Régimen, aunque no a los que habían sido sus protagonistas sociales hegemónicos. Desaparecieron las restricciones a la libertad de comercio e industria, al igual que los vínculos y las manos muertas, generalizándose la propiedad de mercado. La desamortización eclesiástica de Mendizábal, a partir de 1836, y el final de los señoríos, intensificaron los niveles de concentración de tierras en manos nobiliarias o burguesas, con la consiguiente decepción de una ingente masa de campesinos sin posibilidades de acceso a la propiedad de la tierra. A este panorama colaboró la desamortización de bienes de propios y comunes de Pascual Madoz, en 1855. Durante más de un siglo el problema social del campo y la conflictividad que de él se deriva será una constante en la evolución política española.

La evolución del liberalismo español no puede establecerse en claves de un fracaso continuo. No cabe llevar a la categoría de paradigma la contraposición de dos modelos validos para el norte europeo más desarrollado y el sur mediterráneo. Al fin y al cabo, un país como Francia tuvo a lo largo del siglo XIX una evolución más dislocada y contradictoria en la construcción de su Estado liberal que la España decimonónica, en la que desde 1834 siempre hubo una Carta constitucional vigente durante el resto del siglo. El caso español es una secuencia lógica de distintas formulas de liberalismo, en una línea ascendente desde formulaciones de liberalismo doctrinario para pasar al experimento democrático del Sexenio 1868-1874 y desembocar en una simbiosis que amalgama principios doctrinarios y democráticos desde los años 80 del siglo XIX.


El análisis del liberalismo español, pues, puede ser contemplado desde una doble perspectiva: bien como una realidad alterada por el intervencionismo militar en forma de pronunciamientos, por la injerencia de poderes de hecho, como puede ser el caso de las camarillas palatinas, y por la permanente desvirtuación del sufragio a través de los métodos caciquiles. O bien como la permanencia de un sistema que mantuvo en lo fundamental sus principios, independientemente de la versión que adquirieran y de su mayor o menor alcance. De esta forma las resistencias enunciadas y los poderes de hecho no eran alternativas a su funcionamiento sino ingredientes que lo caracterizan. Otra cosa muy distinta es una democratización efectiva que calara en el tejido social. A pesar del protagonismo militar en la acción política, la finalidad no era la instauración de una dictadura militar sino la defensa, en último termino, de alguna de las versiones del liberalismo. Los militares actuaron en nombre de los partidos que configuraban la familia liberal.

La evolución del sistema liberal estuvo en función de los distintos grupos sociales que se fueron incorporando a su práctica política, y en relación con el progresivo desarrollo económico y social del país. En una primera etapa las versiones del liberalismo español representaban intentos sucesivos de acomodo a las realidades sociales, económicas y culturales cambiantes, sin que ello se resuelva necesariamente en un acoplamiento perfecto. La evolución política del siglo XIX español se diferencia de los otros países del occidente europeo más en la forma que en los contenidos. Tengamos en cuenta que, a escala europea, sólo dos modelos responden a una dinámica evolutiva, sin sobresaltos, con una adecuación reformista a las nuevas realidades emergentes: Gran Bretaña y Bélgica. Los restantes modelos responden a un esquema de actuación sujeto a toda suerte de desajustes centrífugos que transforman la escena política en una concatenación de avances y retrocesos resuelta en sucesivas confrontaciones violentas que dan como resultado, a mediados de siglo, un consenso defensivo entre los nuevos notables y las elites procedentes del Antiguo Régimen alrededor de un ideario liberal de corte gradualista.

Así, el liberalismo dejo de ser patrimonio político de las alternativas al sistema absolutista para ser adoptado desde arriba. Los notables españoles de mediados de siglo, al igual que los europeos, entendieron el liberalismo como un producto de intensidad media y equidistante de los extremos, cuyos principios teóricos serían más o menos desarrollados en la práctica conforme fueran mudando determinadas realidades. En general puede decirse que los progresos políticos del sistema liberal en toda Europa estuvieron condicionados por la capacidad integradora de las elites políticas, por su capacidad para asumir el conjunto de las demandas sociales. Todo ello en función de variables económicas, sociales y culturales: los avances de la sociedad industrial, el nivel organizativo de la sociedad en general y la extensión de la cultura política. Ninguna de ellas, considerada a escala individual, era capaz de asegurar la reproducción autosostenida del régimen liberal.

El acoplamiento entre estos tres niveles fue inestable en casi toda Europa y en España también. Los vaivenes de la política francesa, italiana, portuguesa o alemana antes de 1870, aunque tuvieran una sustancia diferente al caso español, acabaron por diseñar una línea de evolución que no se diferenciaba en demasía. La trayectoria del liberalismo español durante los primeros cuarenta años del siglo supone una secuencia inestable de ensayos, en la que el sistema liberal, como molde político, no acaba de encontrar acomodo en un complejo proceso de transición, y se ve relevado intermitentemente por el sistema absolutista de gobierno.

Es con la obra de Cádiz y la Constitución de 1812, cuando el Estado liberal, en términos jurídicos, empieza a tomar cuerpo, pero sólo en el campo de los principios, ya que en la práctica, y en un contexto de guerra, solo se desplegó tímidamente. La reacción absolutista y excluyente de 1814 ahogó cualquier atisbo del liberalismo emanado de la Constitución gaditana en el marco de una Europa absolutista. De todas formas, la Constitución de 1812 fue punto de arranque y espejo posterior del constitucionalismo español. Así, España fue uno de los primeros países en darse una constitución sobre la base de la soberanía nacional, la división de poderes y los derechos individuales. El texto no dejaba de ser, en sus orígenes y contenidos, una formula a medio camino entre los principios liberales, revolucionarios por sus consecuencias al desmantelar jurídicamente las bases de sustentación del Antiguo Régimen, y elementos tradicionales susceptibles de acoplamiento en el nuevo organigrama liberal.

 
El Trienio liberal de 1820-1823 rescató la Constitución, profundizó jurídicamente en la desarticulación del Antiguo Régimen y empezó a perfilar las familias políticas del liberalismo español, pero fue una breve experiencia con dificultades de sustentación y frágil ante el empuje de una nueva reacción absolutista, guiada esta vez por la intervención militar del absolutismo europeo. De cualquier manera, el turno entre liberalismo y absolutismo cambia de signo a finales de la década de los años 20. La inviabilidad de las estructuras del Estado absoluto, técnica y políticamente, para adaptarse a las circunstancias económicas y sociales cambiantes, provoca que el mismo absolutismo trate de remozarse con reformas administrativas sin alterar sus fundamentos. Con el cambio de década los resortes del Estado son liderados por absolutistas «moderados» con una política denominada de «reformismo fernandino», pero en modo alguno de naturaleza liberal, que se prolongará hasta bien entrada la década de los años 30. De tal forma que ya antes de la muerte del Monarca en 1833 se ha puesto en marcha un proceso de transición pactada que acabara desembocando en el establecimiento del sistema liberal, una vez fracasados todos los esfuerzos por lubrificar el funcionamiento del Estado absoluto. Los principios absolutistas quedaron asociados a los realistas de los años 20, que cerraron filas en torno al pretendiente Carlos María Isidro y baja el nombre de carlistas se convirtieron en los depositarios de la esencia del absolutismo. La cuestión sucesoria y la Guerra Carlista no fueron más que la cristalización de dos formas de entender la salida a la crisis política, escondiendo dos modelos distintos y excluyentes de proyectar el rumbo de la sociedad española.

En este contexto de guerra civil, la fórmula del Estatuto Real de 1834 fue un producto híbrido entre principios recortados del liberalismo y la perpetuación de elementos del Estado absoluto, más de estos que de aquellos, al consistir en una especie de carta otorgada de la regente María Cristina. Experiencia inviable a corto plazo, que fue sustituida por el restablecimiento de la Constitución gaditana en 1836, nuevamente como columna vertebral del discurso liberal. La evolución del liberalismo español se debate ahora entre dos versiones que se van perfilando nítidamente: la versión progresista, que logra articular una nueva Constitución en 1837 y tiene oportunidad de desarrollar su discurso durante la Regencia de Espartero (1840-1843), y la versión moderada, que balbucea políticamente en 1838-1839, pero que da contenido al primer asentamiento firme y definido del liberalismo español a partir de 1844, coincidiendo con la mayoría de edad de Isabel II, y desarrollando sus principios doctrinarios a partir de la Constitución de 1845. Estas alternativas entre liberalismo y absolutismo, primero, y entre progresistas y moderados, después, tienen como punto de referencia en sus posiciones y en el protagonismo del panorama político los pronunciamientos militares, pieza inexcusable, junto a la trama civil, del proceso de sedimentación del sistema liberal.


El modelo liberal dibujado por la Constitución de 1845 era de naturaleza restrictiva. Había sido creado por un sector de la elite política en parte protagonista de la transición liberal de los años 30. En este aspecto puede ser equiparable al reformismo británico «desde arriba». El moderantismo, más que política de partido, es una formula global de construcción del Estado, que parte del principio de la soberanía compartida, las Cortes con el rey, y un sistema representativo limitado por el sufragio censitario, el falseamiento electoral y la actuación determinante del entorno de Palacio. Superadas las soluciones de urgencia de la década anterior, en un contexto condicionado por la Guerra Carlista, el moderantismo fue el primer intento de articulación del Estado liberal sobre un conjunto de reformas que abarcaban la administración, la justicia, la hacienda, la educación y fijaba las relaciones con la Iglesia a través del Concordato de 1851, que establecía una estrecha ligazón entre ambos marcos institucionales. El hecho de que el asentamiento del Estado liberal se realizase bajo parámetros del moderantismo fue determinante para su evolución durante todo el siglo. Las tesis del moderantismo se convirtieron en el punto nodal de referencia, por aceptación o por exclusión, en los restantes procesos constitucionales. Dada la frágil articulación de la sociedad civil, las elites políticas del moderantismo tendieron a sustituir esa articulación por una organización sustentada en una pirámide de notables que encaja a la perfección con las relaciones clientelares clásicas de comunidades rurales configurando una primera infraestructura del tejido caciquil.

 
En 1854 el régimen moderado dejo el testigo durante dos años a la otra rama de la familia liberal: el partido progresista, previo pronunciamiento militar, sin un cambio significativo de las elites políticas. Así se abren dos años de reformulaciones. La caída de los moderados estuvo provocada en última instancia por su propio carácter excluyente, fijando una característica de la trayectoria del liberalismo español, posteriormente reproducida, y que obligaba a las partes excluidas a recurrir invariablemente al apoyo de unos militares, convertidos en líderes de partido, para imponer su propio recambio excluyente. Así, las situaciones políticas se sucedían unas a otras por la vía del pronunciamiento.

A la altura de 1854 las diferencias doctrinales entre moderados y progresistas se habían reducido enormemente: los progresistas apostaban por un marco de libertades públicas más amplio, en concreto la libertad de imprenta, además de un sistema de sufragio más extenso, la instalación del juicio por jurado, la democratización del régimen local, la reinstauración de la milicia nacional, y una más efectiva centralización administrativa. De todas formas, esta última cuestión debe ser matizada. A pesar de la vocación centralista de todas las familias liberales españolas, técnicamente resultó un centralismo imperfecto. Ni el sistema de transporte, educación, justicia, o el funcionamiento administrativo lograron llevar a cabo en toda su extensión esa vocación centralizadora, que además convivió con residuos forales hasta 1876. De hecho, el desarrollo del liberalismo español del siglo XIX hay que entenderlo como resultado de un pacto tácito o explicito, según las ocasiones, entre unas elites asentadas en Madrid y otras regionales, dando como resultante una dualidad entre centralidad-particularismos locales y regionales. A finales de siglo parte de estas últimas formulas dan sus propios proyectos políticos, sustentados en realidades culturales diferenciadas.

El bienio 1854-1856, cuya máxima expresión jurídico-política fue la Constitución non nata de 1856, dejó su impronta sobre todo en el campo de la economía al reorientar la política económica hacia parámetros más liberales. La legislación bancaria y ferroviaria del periodo permitió una mayor apertura al capitalismo europeo, la construcción de un embrionario sistema financiero y el primer trazado ferroviario español, pieza básica en la estructuración del mercado nacional.

Sin embargo, en la experiencia progresista despuntaron elementos populares que tuvieron su expresión en las barricadas de 1854, recogiendo la trayectoria del pueblo liberal durante el Trienio y los años 30, pero todavía sin coberturas políticas que permitieran una alternativa de democratización. Aquí se establecieron los límites de permisibilidad de las elites políticas que optaron en 1856 por una reorientación del proceso bajo la fórmula de la Unión Liberal, especie de partido de centro y producto político híbrido entre los principios doctrinarios y el reformismo más acentuado de los progresistas.

 
Las tensiones anunciadas en 1854 hicieron crisis en la década de los años 60. La crisis económica, desvelando la inviabilidad de la política económica; el fracaso de la Unión Liberal provocando un régimen político muy restringido y cada vez más aislado, que acabara salpicando a la propia corona de Isabel II (1833-1868), y el debate intelectual y cultural criticando el sistema, animaron a un sector de las elites políticas, militares y económicas a optar por el ensayo del liberalismo democrático. Pero, además, ahora el recambio «desde arriba» vino acompañado de la participación de capas populares, sobre todo urbanas, depositarias de una cierta cultura política. Así se perfiló un marco de crisis que, en último término, ponía de manifiesto el desajuste entre las nuevas demandas sociales y el sistema político. La alternativa estaba servida: la tripleta ideológica formada por el ideario democrático, el krausismo y el librecambismo debían reconducir el rumbo del liberalismo con ocasión de la revolución de 1868.


Este ideario democrático llevaba a sus últimas consecuencias los principios del liberalismo. La Constitución de junio de 1869 y su desarrollo posterior estableció un marco de libertades públicas sin parangón posible en experimentos anteriores. La estructuración de un Estado democrático que adopto la fórmula de la monarquía parlamentaria, en la persona de Amadeo de Saboya (1870-73), basada en una conceptualización sin cortapisas de la soberanía nacional y de la primacía de la sociedad civil.

 
Pero la imposibilidad de articular un sistema coherente de partidos como basamento del régimen acabó impidiendo su funcionamiento. En este aspecto el fracaso de la monarquía amadeísta representa también el fracaso de un sector de la elite política ejemplificado en los enfrentamientos entre Sagasta, Ruiz Zorrilla o Serrano. A la par, un régimen concebido sin carácter excluyente en realidad no pudo cumplir su voluntad integradora. En términos políticos, carlistas y republicanos protagonizaron alternativas, incluidas las insurreccionales, al sistema. Los levantamientos republicanos de 1869 o la sublevación general carlista de 1872 son buenos exponentes. En términos sociales, sectores populares de origen rural o urbano, que habían pretendido una mayor dimensión reformista, en temas tales como la propiedad de la tierra, la cuestión de las quintas o las relaciones capital-trabajo, vieron frustradas sus aspiraciones. Ni el campesino andaluz consiguió colmar su hambre de tierra, ni el naciente movimiento obrero, con la llegada de la Internacional a España a finales de 1868, encontró cauces para su desarrollo al cuestionarse su legalidad. Tampoco la efímera República (1873- 74), instaurada para llenar un vacío de poder tras la abdicación de Amadeo I, encontró suficientes bases políticas y sociales de sustentación. Ni su vocación reformista, ni su proyecto de estructuración federal del Estado lo lograron.

Más allá de las circunstancias políticas coyunturales, el Sexenio democrático (1868-1874) dejó un sedimento perenne en el desarrollo del liberalismo español: formas de organización de la sociedad civil, libertades individuales, niveles de participación, modernización del Estado y del sistema judicial, régimen representativo, extensión del debate intelectual... en parte asumidos, por convicción o imposición, por el régimen político de la Restauración, preparado minuciosamente por Cánovas del Castillo y que se abre en 1875 tras el pronunciamiento del general Martínez Campos y la coronación de Alfonso XII.

El denominado sistema canovista, basado en la Constitución de 1876, es la resultante de las variables históricas del liberalismo español: sincretismo de doctrinarismo y principios democráticos conforme el régimen se desarrolle. Se reproduce la idea de la soberanía compartida, al tiempo que en la práctica diseña un funcionamiento político dominado por el turno de partidos y la utilización del engranaje caciquil. Para Cánovas era la mayor dosis de liberalismo que podía soportar la estructura social y económica del país, buscando un punto de equilibrio que evitara el intervencionismo militar y amortiguara la hipótesis de radicalización social. De todas formas, lo concebía como un sistema elástico, en el que se fueran incorporando reformas que empiezan a cuajar en el decenio de los años 80, dirigidas por Sagasta, y culminan en 1890 con la reinstauración del sufragio universal masculino.



Con todo, el sistema político a finales de siglo distaba mucho de una democratización efectiva. Su capacidad de integración seguía siendo limitada. El movimiento obrero, los nacionalismos y el republicanismo discurrieron por proyectos políticos distintos al encontrar difícil acomodo en las prácticas políticas del sistema. Llamaba a la puerta la España de los revisionismos.

A lo largo del siglo XIX la configuración del sistema político liberal, pues, adquirió un tono reformista desde arriba y oligárquico con el asentamiento de las elites que eran producto de la confluencia de tradición y modernidad, abandonándose las alternativas populares y democráticas. También quedó en elaboración teórica la movilidad social con el dibujo secular de los infranqueables límites de la sociedad abierta. La desarticulación del Antiguo Régimen en sus aspectos jurídicos había implicado la definición y construcción de un nuevo Estado, que administrativamente recogía una herencia dieciochesca. Pero todo ello no quiere decir que la sociedad española sufriera una mutación global en sentido de ruptura con un mundo anterior. Las elites del dinero y del poder se reordenaron, sin que existiera una sustitución global de elites, mientras el camino de la industrialización y de las pautas tan queridas por el liberalismo económico sólo se consolidaron lentamente en un privilegiado núcleo de territorios.

 
 
Permanencia del constitucionalismo, pero también relativa fragilidad del Estado liberal del siglo XIX. Éxito en cuanto que se organizó el organigrama básico de funcionamiento de un sistema político acorde con los principios liberales del gobierno representativo, pero sumamente restrictivo en su dimensión participativa, y mediatizado por la práctica de los poderes de hecho y de un sistema administrativo. Fragilidad porque tendieron a identificarse ambas esferas, política y administrativa, exacerbando la práctica de la exclusión que subordinó el natural desarrollo parlamentario, como instrumento de cambio político, al pronunciamiento, es decir se institucionalizó" la práctica de sustitución a través del cambio insurreccional. Así el Estado fue rehén de una oligarquía de nobles, servidores de Palacio, servidores del Estado, elites económicas... No fue desdeñable la influencia que tuvo en ello la crisis hacendística perpetua del Estado, que desvela sus contradicciones. Un Estado fuerte presa de recursos suficientes para asegurar sus funciones administrativas con eficacia y para culminar su vocación uniformadora y centralizadora. La ausencia de recursos influyó notablemente en el cautiverio del Estado por parte de unos prestamistas, exteriores e interiores, que ensancharon decisivamente su influencia.


Con respecto a otros países del occidente europeo, la España del siglo XIX ofrece muestras evidentes de atraso económico. Sin embargo, tal idea no debe conducir a una conceptualización absoluta. Cualquier explicación sobre la evaluación de la industria española en el siglo XIX que pretenda tener un carácter global, debe plantearse la cuestión tanto desde el lado de la oferta como desde la demanda. En la España decimonónica una tupida red de carencias, desfases y distorsiones estructurales encenagan los canales de la acumulación interior. Parte de este atraso es atribuible a la persistencia de estructuras anacrónicas en el campo que perfilan un conjunta de baja productividad, aunque no de inmovilismo. La desamortización, la disolución del régimen señorial y la desvinculación consolidaron las anteriores estructuras de propiedad, y las posteriores dificultades económicas de la nobleza de cuna ocasionaron transferencias de propiedad en el interior de las elites sin mayores cambios sustanciales. La puesta en cultivo de nuevas tierras desembocó más en el aumento de la producción que de la productividad. El acceso de las burguesías al mercado de tierras se saldo con la extensión generalizada de los comportamientos rentísticos: es decir, los propietarios actúan más como empresarios de rentas agrarias que como empresarios agrarios. En los latifundios la maximización de las rentas se baso en la mano de obra abundante y barata y la presión sobre los salarios con la subsiguiente demanda interna bajo mínimos y falta de innovaciones técnicas. La propia precariedad de los minifundios reforzó esta tendencia.

 
 
Los recursos mineros en los que España era rica (hierro, plomo, cobre, mercurio) entraron en una acelerada explotación en el último cuarto de siglo, pero no trajeron como consecuencia un fenómeno de desarrollo industrial paralelo en estas áreas, con la posible excepción del Pals Vasco. Su aportación a la industrialización no resultaría, por tanto, significativa en términos directos, aunque al colaborar decisivamente en la balanza comercial permitió la importaci6n de inputs de todo tipo, básicos para el equipamiento de la industria. Tampoco se dio un sustancial tirón de los ferrocarriles sobre la industria pesada como podría haber ocurrido, tema también objeto de debate en la época y la historiografía posterior. La desvinculación entre la construcción del ferrocarril y la producción siderúrgica interior fue percibida por los industriales del ramo como una autentica tragedia, como la ocasión perdida para el despegue definitivo. El auge ferroviario de 1860-65 culminó en una masiva importaci6n de hierro extranjero, sin embargo la incidencia sobre. la producci6n interior fue escasa. Lo que ha puesto en duda la historiografía posterior es si el nivel tecnológico de la industria siderúrgica de aquella época le hubiera permitido hacer frente al colosal incremento de la demanda ferroviaria. Por otro lado, el déficit cr6nico de la hacienda publica absorbe recursos que, si bien posibilitan la financiación estatal del tendido ferroviario a través del régimen de subvenciones, consolidan el rentismo de las elites y las capas medias y canalizan inversiones hacia áreas improductivas.

La elite económica madrileña de mediados del siglo XIX -síntesis de la nacional- es una compacta mezcolanza de prestamistas a corto plazo, tenedores de deuda publica y perceptores de rentas agrarias. Los promotores de empresas son una pequeña minoría, siempre limitados por la escasez de recursos y la ausencia de una red bancaria articulada. Entre 1830 y 1870 las prácticas del banquero madrileño, están asociadas a negocios con el Estado y al esquema antedicho.

En resumen, atraso técnico, escaso excedente y baja productividad, distribución negativa de la renta, extensión del rentismo, deficiencias de la red bancaria y control de recursos básicos por parte del capital extranjero, conforman los frágiles cimientos sobre los que se asienta el edificio industrial, resuelto a través de estructuras artesanales y de empresas familiares en condiciones de autofinanciación al abrigo de un régimen de protección arancelaria hasta las tímidas correcciones de 1869. Las estadísticas de 1868 señalan que el País Vasco proporcionaba el 26 par 100 del total interior siderúrgico, como preámbulo de un salto cualitativo que tomara cuerpo diez años después, cuando la siderurgia vasca acelere su modernización tecnológica al abrigo de la exportación de mineral de hierro a Gran Bretaña y a la importación de combustible de esta procedencia. A finales de siglo los altos hornos de la cuenca del Nervión desplazarán en importancia a los asturianos, sentando una preponderancia que no oculta el modesto lugar de la producción siderúrgica española en el contexto europeo, lo que provoca la presión de los fabricantes vascos para conseguir mayor protección arancelaria.

A mediados del Siglo XIX Cataluña era la punta de lanza de la industrialización española. Está en proceso de constitución un tejido industrial que supera los cauces del artesanado tradicional para asentarse en la fuerza de vapor, en la organización del trabajo a partir de la fábrica y en la presencia de una burguesía industrial en la plena acepción del término. A la altura de 1860 la estructura de la población activa en la provincia de Barcelona refleja a la perfección la extensión de una cultura industrial: la industria ocupa el 41,4 por l00, mientras que la agricultura un 37,5 por 100 y los servicios el 21,1 por 100. El origen se ha situado en los últimos decenios del siglo XVIII en que cristalizó una larga tradición artesanal y comercial anterior. Independientemente de la importancia que se le conceda al mercado colonial, lo cierto es que Cataluña con centro en el puerto de Barcelona, estaba inscrita en una trama comercial muy desarrollada desde etapas anteriores. Una actividad comercial que supo rentabilizar al máximo las transformaciones agrarias en el siglo XVIII en el terreno de la vid. Entre 1800 y 1913 el consumo per cápita del textil catalán se duplicó con una etapa de especial aceleración entre 1830 y 1860, y de limitado crecimiento entre 1860 y 1890 Cataluña tuvo una gran capacidad de atracción de industrias textiles antes especialidad de otras regiones. Fue el caso de la industria lanera, que durante la edad moderna había sido patrimonio de Castilla, dada su ventaja como productora de una materia prima de excelente calidad. Sin embargo en el siglo XIX no superó el estadio artesanal, mientras que Cataluña pudo aplicar al sector lanero sin dificultades todo el entramado técnico, comercial y humano de la industria algodonera. Un caso similar es el de la seda valenciana y murciana, industria tradicional de estas regiones que a mediados del siglo XIX tiende a concentrarse en Barcelona.

 

Si la idea de España como unidad administrativa es una creación del siglo XVIII y de la política uniformista de los Borbones, la legitimación de la idea de España y de la nación española, es un producto intelectual del siglo XIX que corre paralelo a la construcción del estado liberal, pero alcanza sus frutos más logrados a mediados de siglo, es decir, pasado el esfuerzo uniformador, centralista, y reformista que a lo largo de los años 30 y 40 las elites políticas llevan adelante con respecto al Estado. El grueso del discurso nacionalista es, pues, posterior a los momentos cenitales de la construcción del Estado liberal. La construcción del discurso nacional español estaría ubicada en el grupo de países ya unificados territorialmente a principios del siglo XIX y por tanto sin una difusión explícita y emocional encaminada a la agitación popular para la constitución de su Estado-Nación. Mientras intelectuales alemanes e italianos en sus más diversas formas de difusión –filósofos, historiadores, literatos o músicos- se lanzan a articular un discurso nacionalista apoyándose en ingredientes étnicos o lingüísticos que desembocan en la creación de sus Estados, en España la articulación coherente de un discurso nacionalista se enfoca a la legitimación de la organización del Estado. Sus soportes eran la unidad territorial la uniformización legislativa y política y la unidad religiosa. Pero también una identidad nacional. Independientemente de las versiones de las familias liberales, una idea es central en el discurso: la existencia inmemorial de la nación española.

 
 
Una primera socialización de los valores del nacionalismo dispersos que se han ido divulgando son asumidos por la nación en armas en 1808, o formando parte de la exaltación de los diputados de Cádiz o de los hombres del Trienio haciendo referencia a épocas de un pasado de Castilla y de sus libertades. La reacción frente al invasor aglutina emocionalmente los elementos. Construido el Estado liberal, la justificación de sus formas se realiza buceando en el pasado. Los historiadores eran los encargados de sistematizar los valores del nacionalismo reconstruyendo un pasado que trataba de legitimar un presente. A lo largo del siglo XIX el nacionalismo español no tiene referentes exteriores a los que contraponerse, como los austriacos para los italianos, o todos los países donde hubiera alemanes para éstos en una unificación sin fin, pero tampoco tiene una misión civilizadora universal como el nacionalismo francés había edificado sobre la exportación de los valores universales de la Revolución o del británico y la vocación del Imperio. El nacionalismo español bucea en el pasado, pues, sin diseñar un proyecto de futuro inmediato.

A mediados del siglo XIX en el contexto de la elaboración intelectual del nacionalismo español se yuxtaponen, al menos, dos corrientes que, utilizando en términos generales los mismo ingredientes, enfocan el discurso para justificaciones diferentes. Jover ha definido estas dos elaboraciones intelectuales. Un nacionalismo próximo a la órbita del moderantismo, cuyo fin último buscaría la legitimación del Estado fuerte moderado con sus tintes oligárquicos, como estación término del liberalismo español. Otra corriente situada en los circuitos progresistas y demócratas, próximos a los contenidos populares del nacionalismo de los movimientos de 1848 en Europa. La primera pretende ser ecléctica, es retrospectiva, elitista, castellanizante e introvertida, sin proyecto de futuro, porque el último eslabón se sitúa en lo ya construido, legitimando un presente que se pretende conservar pero no transformar de ahí su escasa capacidad integradora, su exclusivismo y por tanto, opuesta a la aceptación de otras realidades culturales diferenciadas. La segunda tiene una vocación descentralizadora "municipalista", una naturaleza más aperturista que insiste en la representatividad y "plenitud de la soberanía nacional", y es iberista, llegando esta corriente a su máxima expresión política con la incorporación de la idea federal por parte del republicanismo.

El discurso nacionalista destaca el papel de Castilla como aglutinante del conjunto y se expresa en lengua castellana. Este proceso de castellanización lingüística, que había tomado cuerpo en el siglo XVIII, en cuanto el castellano se convirtió en la lengua institucional de un Estado que persigue la uniformidad y el centralismo, tuvo su sistematización y racionalización en la actividad desarrollada por la Real Academia de la Lengua a través de sus normativas gramaticales y ortográficas. Sin embargo, y a pesar de las disposiciones legales que planteaban en las escuelas de primeras letras que la enseñanza se realizará en lengua castellana y que la Real Cédula de Carlos III de 1768 insistiera en el tema recomendándose su extensión a la Iglesia y a las universidades, a finales del siglo XVIII todavía resultaba evidente el incumplimiento relativo de las disposiciones legales. El Estado liberal intentó culminar el proceso utilizando, entre otros elementos, la escuela como punto nodal para la difusión del castellano y de las primeras nociones de Historia de España, a la par que los anaqueles de las bibliotecas de las elites y las clases medias se nutrían de gramáticas, oratoria, diccionarios... y de historias de España. El informe de Quintana de 1813 disponía la enseñanza en lengua castellana. La ley Moyano de 1857 reiteraba el monopolio del castellano en la escuela. El castellano se convirtió en el vehículo único para aprender a leer y a escribir en detrimento de otras lenguas del país.

El problema reside en que la difusión de la conciencia nacional a partir de la escuela no tuvo la misma intensidad que en otros países europeos sencillamente por el fracaso de la política educativa a lo largo del siglo XIX. La escuela no pudo cumplir enteramente este papel porque los niveles de escolarización siempre fueron muy débiles. Los doce millones de analfabetos a mediados del XIX no tuvieron ocasión de aprender a leer o a escribir ni en castellano ni en ninguna otra lengua, ni tampoco conocer los rudimentos de la historia nacional que los planes de enseñanza habían asignado a la educación primaria. Quienes no asistían a la escuela sí tenían en cambio ocasión de ampliar sus conocimientos a partir de la cultura oral de las lecturas en grupo de periódicos, novela popular, literatura de cordel, obras costumbristas. Todo ello ayudó a completar la asimilación de esa historia nacional tamizada por referentes nacionales y locales, completando una amalgama en la que se mezcla de forma desequilibrada lo nacional y lo particular.


A mediados del siglo XIX se asiste en Cataluña, Vascongadas y Galicia a la recuperación particular de los respectivos pasados históricos, entendidos en términos culturales, lingüísticos, institucionales y etnográficos. Este fenómeno es común para todas las regiones españolas de la época que tratan de rescatar un disperso acervo cultural común, cuya base se sitúa en la pléyade de eruditos, literatos, artistas... locales y regionales. La secuencia se resuelve en un largo periodo de integración cultural que tiene como pilares otros fenómenos de integración a escala económica, urbana, social, a lo que se añade la consolidación de unos instrumentos de divulgación de los mensajes elaborados en forma de prensa escrita o de otras formas de expresión. Por eso fue en Cataluña donde más arraigo tuvo la recuperación de sus referentes culturales.. La importancia de la Renaixença como movimiento cultural supera los límites mar- cados por su vinculación al romanticismo peninsular y europeo. Esta corriente, cuyo inicio podríamos fechar simbólicamente a partir de 1833 (Oda A la pàtria de Bonaventura Carles Aribau), constituye una de las raíces inspiradoras del catalanismo político.

La eclosión de esta corriente debe contextual izarse en un doble sentido. Por un lado, el sustrato romántico con que se presenta permite explicar las líneas fundamentales de su producción cultural e ideológica. La importancia de este eje argumental, sobre todo en la primera generación de autores, supera incluso las matizaciones a causa de la filiación política de algunos de sus miembros más representativos, como el conservador Joaquim Rubio i Ors o los autores vinculados a la revista liberal El Propagador de la Libertad. De este modo, se definen como elementos esenciales del movimiento, cuestiones como la vindicación de una tradición particular, el sentido de colectividad o las alusiones místicas a un pasado idealizado. La heterogeneidad de estos trabajos queda puesta de manifiesto en el alcance social que obtienen. Más allá de las diferentes propuestas planteadas por la poesía -el ascetismo y la épica en Jacint Verdaguer, los elementos populares en Maria Aguilo, el clasicismo de Pons i Gallarza-, debe citarse también la más tardía madurez del teatro histórico, la comedia o el sainete costumbrista.

En segundo término, el sentido y alcance de la Renaixença no puede explicarse sin aludir a los fenómenos de industrialización y transformación social que sufre Cataluña durante estos años. En este sentido, la especificidad de este movimiento básicamente urbano ha sido vinculado a la formación paralela de una burguesía de carácter nacional necesitada de mecanismos ideológicos privativos. Su carácter estrictamente cultural supondría entonces la primera fase de una inquietud mucho más vasta que conduce a la formulación de plataformas y mensajes políticos que desembocaran en el nacionalismo. Sin embargo, la heterogeneidad de las generaciones que conforman esta corriente y la propia complejidad de su producción han de enfrentarse también con la peculiar evolución política de Cataluña y su papel en la formulación de un mercado peninsular. Los ya citados Aribau y Rubio i Ors forman parte de un ambiente cultural donde también se integraran a partir de los años 60 personalidades como Abdo Terrades o Almirall. La crisis de la idea federal en 1873 consolido los primeros proyectos políticos catalanes que fueron depurándose en los últimos decenios del siglo hasta configurar dos corrientes: una de ellas, popular, republicana y laica; la otra, conservadora, católica y burguesa, que consolidada por Prat de la Riba, se hizo mayoritaria a principios del siglo XX, en la Lliga.

 
 
La recuperación de la cultura vasca había tenido sus primeras manifestaciones en el tema lingüístico durante el siglo XVIII, resaltando el carácter ancestral del euskara como la lengua más antigua de todas las peninsulares. Existía una dualidad marcada entre campo y ciudad en la utilización del euskara, sometida a su vez a una notable variedad dialectal. En las zonas rurales es muy elevado el desconocimiento del castellano a finales del siglo XVIII. La publicación de la primera gramática por Larramendi en 1729 y después su Diccionario trilingüe vasco-español, vasco- latino, pondrá en marcha una secuencia investigadora sobre la lengua, a través de personajes tan diferentes como Astarloa, Erro, Humboldt o el príncipe Lucien Bonaparte, estudioso este ultimo de las variedades dialectales. A finales del siglo XVIIII, la obra Peru Abarka defendía la plena relevancia de la lengua vasca para expresar y tratar cualquier cuestión cultural y científica sin necesidad de recurrir a neologismos procedentes del castellano. En esta publicística adquieren especial importancia los catecismos religiosos en lengua vasca.

La construcción del Estado liberal y su proyecto educativo en lengua castellana tuvo numerosas dificultades de aplicación en los ámbitos rurales, por lo que en la práctica favoreció un cierto bilingüismo escolar que en última instancia lo que perseguía era la propia imposición del castellano. En 1842 Agustín Pascual Iturriaga publicaba Diálogos vasco-castellanos para las escuelas de primeras letras de Guipúzcoa. Años después Juan María de Eguren, inspector de enseñanza en Guipúzcoa y Álava desde 1859 basta 1876, reconocía que la masa general del pueblo guipuzcoano hablaba asiduamente el vascuence y que los niños «cuando empiezan a asistir a la escuela no entienden bien el castellano». La solución que brindaba era intensificar la escolarización en castellano, lo que ocurrió en la práctica. A lo largo de la Guerra Carlista de 1870- 76 los carlistas se plantearon la enseñanza bilingüe en las escuelas primarias, para lo que se editó una cartilla de lectura titulada Iracurtzaren asierac. La posterior derrota carlista corto el proceso. A partir de 1876 la abolición de los fueros provoco una viva reacción posteriormente culminada en la creación del nacionalismo político. Sabino Arana Goiri fundó en 1895 el Partido Nacionalista Vasco, que mantuvo hasta la guerra civil el monopolio de la expresión política nacionalista.



La recuperación de la cultura gallega estuvo mediatizada par una marcada compartimentación social en el uso lingüístico: las elites del dinero y del poder habían abandonado desde los siglos anteriores la práctica de la lengua gallega, patrimonio, sin embargo, del campesinado. Como corolario, la decadencia de la producción literaria gallega desde hacia varios siglos era evidente. Las dificultades de integración de la economía gallega en un espacio coherente, la falta de cohesión social y la propia dispersión del hábitat fueron valores añadidos de corte negativo que retrasaron el renacimiento cultural particular, cuantitativa y cualitativamente, con respecto a Cataluña y el País Vasco. El rechazo de las elites urbanas hacia la enseñanza en gallego en las es- cuelas primarias goza de múltiples testimonios en los que se concibe la lengua gallega como subsidiaria de la lengua castellana. El uso del gallego en la escuela quedaba reservado a una mera función asimilista, para asegurar la penetración del castellano en los medios rurales. Entre 1850 y 1890 el galleguismo cultural alcanzó sus rasgos definitorios, sin que ello se concretara a medio plazo en un proyecto político nacionalista mayoritariamente asumido. O Rexurdimento, iniciado en los años 50, con su proyección inmediata en los juegos florales, se situó en el centro de la recuperación, sistematización y divulgación, a través de una doble dimensión, historiográfica y literaria.

 
 
En el primer espacio cabe destacar la figura de Murguía, casado con Rosalía de Castro, a través de una prolífica producción que abarcó el pasado histórico gallego en múltiples facetas, con el objetivo de mostrar las raíces y la identidad diferenciadoras del pueblo gallego. En el plano literario destacan tres autores: Rosalía de Castro, Eduardo Pondal, uno de los impulsores del mito celta de Galicia, y Manuel Curros Enriquez autor comprometido en una poesía de hondo contenido social que expone los padecimientos del pueblo gallego. Por su parte, Alfredo Brañas ofrecería el primer contenido político al regionalismo gallego, a partir de su labor como periodista, al mismo tiempo que colabora intensamente en la modernización de la lengua. Basado en la idea de las dos patrias, la patria española común y la patria gallega, sistematizó una noción regionalista mas apoyada en la descentralización administrativa del Estado que en el nacionalismo político propiamente hablando.

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