LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX
Antecedentes
El siglo XVIII es el siglo de las luces, de la
Ilustración. Representa el nacimiento de la modernidad y a lo largo de su
transcurrir se colocaron los fundamentos del mundo contemporáneo. La
Ilustración rompió con el sistema metafísico como forma de conocimiento y su
referente doctrinal reposó en las corrientes empiristas y racionalistas de
finales de siglo XVII, a la par que desarrollaba una moral en la bondad natural
del ser humano y en su derecho a la felicidad. La Ilustración encontró su
culminación intelectual en Inglaterra y, sobre todo, en Francia donde la
Enciclopedia es la principal codificación de estas formas de pensamiento. En
palabras de D’Alambert el pensamiento ilustrado "discutió, analizó y agitó
todo".
En España el desarrollo del pensamiento ilustrado se vio
favorecido por la entronización de la nueva dinastía borbónica y la apertura de
múltiples contactos intelectuales con otros países europeos. A pesar de la ya
inoperante Inquisición y de la oposición de ciertas elites tradicionales, la
irrupción de los nuevos debates e ideas se asentó paulatinamente hasta alcanzar
su ápice en la segunda mitad del XVIII durante el reinado de Carlos III. El
papel difusor que en Francia tuvieron los salones nobiliarios y burgueses o las
sociedades de sabios, recayó en España en las Sociedades Económicas de Amigos
del País en las que destacaron personalidades influyentes del mundo de los
hidalgos. La importancia de la Ilustración en España, residió más que en la
aportación de un valor añadido, en los métodos de aplicación a la realidad
española de los principios reformistas en forma de programas políticos. En el
campo de la política el reformismo ilustrado tiene unos precedentes en tiempos
de Felipe V en discursos que ideológicamente entroncan sobre todo con el
arbitrismo del siglo precedente. Sería el caso del libro del ministro de
Hacienda José del Campillo, titulado Lo que hay de más y de menos en España.
La política reformista tuvo mayor calado durante el
reinado de Fernando VI con la figura de Cenón de Somodevilla, marqués de la
Ensenada, para llegar a su plenitud en época de Carlos III con la espléndida
rigurosidad intelectual y actividad de Campomanes, la figura central del
reformismo español, o la más tímida de Floridablanca. El reformismo ilustrado
entró en crisis durante el reinado de Carlos IV. El mundo intelectual ilustrado
quedó apartado de la política. Es el caso de Jovellanos cuyas reflexiones y
propuestas no pudieron concretarse en programas de acción política. El autor
del Informe sobre la Ley Agraria, obra prohibida por la Inquisición,
sólo pudo ser, en 1797, ministro de Gracia y Justicia.
En efecto, el reinado de Carlos III (1759-1788) marca la
culminación del reformismo ilustrado siguiendo la estela de su etapa como rey
de Nápoles. Para empezar cabe señalar una contradicción entre los proyectos de
reforma y la realidad que alcanzaron en la práctica. Además del tono
intelectual las reformas venían impuesta por la necesidad de robustecer el
poder del Estado, la modernización de la política y el mantenimiento de una
política exterior que asegurase la conservación del imperio. La política
reformista se apoyó en una capa de profesionales bien preparados, de
procedencia hidalga. El problema residía en que muchas de estas reformas
cuestionaban la existencia del mundo de privilegios que conformaban el Antiguo
Régimen. Por tanto esta clase de política era contemplada con temor por
sectores de las elites tradicionales, sobre todo de la grandeza de España. Así
emergen un cúmulo de tensiones entre el mundo hidalgo que ejerce parcelas
básicas en la gobernación del Estado y las elites tradicionales que en un
principio se oponen a los ministros extranjeros de Carlos III, con tintes
casticistas que esconden el temor a una excesiva radicalidad de los proyectos
reformistas. Un ejemplo de ello seria el motín de Esquilache que estalló en
1766, con epicentro en Madrid y que se extendió a otras ciudades españolas. El
encarecimiento del precio de los alimentos provocado por las malas cosechas, el
aumento de impuestos y otras medidas de control multiplicaron el descontento
popular que explotó en forma de motín. La cuestión se saldó con la destitución
del ministro Esquilache y el abaratamiento del pan. Aunque no cabe hablar de
conjura por parte de las elites tradicionales cabe plantearse cierta
instrumentalización del descontento que provocó una disminución del calado
reformista en un futuro inmediato. Un año después los jesuitas fueron
expulsados de España, considerándoles inductores del motín.
Si consideramos las reformas a la luz de la producción
intelectual de los ministros ilustrados llegaremos a la conclusión de que su
aplicación hubiese transformado radicalmente las estructuras económicas y
sociales, pero como hemos señalado la realidad fue más tímida. Precisamente el
político ilustrado más consecuente fue Pedro Rodríguez Campomanes (1723-1803),
posteriormente conde del mismo nombre. De origen hidalgo estudió Derecho,
desarrolló una importante actividad como historiador hasta entrar en la
Academia de la Historia en 1748 y dirigirla en 1764. En 1762 era fiscal de lo civil
en el Consejo de Castilla, con gran capacidad de decisión en temas económicos.
Su producción intelectual resulta interminable: desde temas fiscales hasta
religiosos pasando por las mejoras de la agricultura , el fomento de la
industria popular o las reformas agrarias. Fue artífice del establecimiento del
libre comercio de granos en 1765; completó intelectualmente la justificación
del regalismo; planteó medidas para evitar la extensión de manos muertas y la
reducción del poder de la Inquisición; como presidente del Concejo de Mesta en
1779 controló los abusos de la misma; participó en la reforma de la
administración municipal; elaboró por encargo del conde Aranda un dictamen
sobre el motín de Esquilache favorable a la expulsión de los jesuitas; colaboró
con Aranda y Olavide en los proyectos de colonización de Sierra Morena, y fijó
las claves parra una futura modernización global del campo: el aumento de la
superficie cultivable, el predominio de la pequeña propiedad con los repartos
de baldíos y comunales, la desvinculación de mayorazgos y el establecimiento de
arrendamientos a largo plazo. En 1786 obtuvo en propiedad el cargo de
gobernador del Consejo de Castilla. En 1791 su antiguo amigo el conde de
Floridamente, del cual se había apartado en los últimos años, le destituyó de
sus cargos.
La consolidación del poder del Estado y el fomento de la
economía exigían una articulación más sólida del territorio, primera condición
para la construcción posterior del gran espacio nacional de la política y de la
economía. Los primeros conatos de una política caminera corresponden al reinado
de Fernando VI. El camino de Guadarrama unió las dos Castillas en 1750. El
camino de Reinosa a Santander, terminado en 1752 permitió la comunicación entre
Santander y el Cantábrico.
Desde los inicios del reinado de Carlos III, se intensificó
la construcción de la red vial con un evidente formato radial con centro en
Madrid. El 10 de junio de 1761 se expidió una real orden "para hacer
caminos rectos y sólidos en España que faciliten el comercio de unas provincias
a otras, dando principio por las de Andalucía, Cataluña, Galicia y
Valencia". La Corona financió esta red radial, dejando a los municipios la
de las redes comarcarles y regionales. En la segunda mitad del siglo se
levantaron mil setecientos kilómetros de carreteras, sobre todo cuando el conde
de Floridablanca fue nombrado secretario de estado en 1777. Prioritario fue la
carretera Madrid-Cádiz que hizo más ágil la comunicación entre la Corte y las
Américas. También se pavimentaron otros trescientos kilómetros de carreteras
transversales aparte de la construcción de posadas, casas de posta y de la
nueva Casa del Correo en la madrileña Puerta del Sol, emblema de un servicio
postal que en la segunda mitad del XVIII supera su naturaleza aúlica anterior
para convertirse progresivamente en un servicio público que permite la
movilidad creciente de la información de todo tipo
Hijo de Carlos III y María Amalia de Sajonia, Carlos IV ascendió
al trono en diciembre de 1788. Sus veinte años de reinado están jalonados por
la primacía de los acontecimientos exteriores que determinan la evolución
interna española y de las posesiones transoceánicas. La revolución francesa
provocó la crisis de los postulados reformistas y de la política afín, ya
francamente ralentizada en los últimos tiempos de Carlos III. Es el final de
una generación. Los Campomanes, Floridablanca o Aranda atemperan sus discursos
y acaban desplazados por la velocidad de los acontecimientos en el país vecino
y por la inquietud que éstos generan en las clases dirigentes españolas.
Al frente del ministerio, el conde de Floridablanca
practicó la política represora de cordón sanitario frente a la propaganda
revolucionaria que llegaba del país vecino, lo que no evitó su caída en febrero
de 1792 y posterior procesamiento, en un momento de amplio debate sobre la
estrategia que se debía seguir con respecto a los revolucionarios franceses:
bien una actitud rupturista y belicosa –Floridablanca-, bien una actitud más
transigente que no fracturara enteramente la política anterior de los Pactos de
Familia. Aranda era partidario de la segunda opción. En suma, a qué se daba
prioridad: ¿a la inquietud de la monarquía y de las clases privilegiadas por el
contagio de la revolución o al secular peligro inglés en las rutas del
Atlántico, vitales para la conservación de los territorios americanos agitados
por el ejemplo de la independencia de las trece colonias del dominio inglés y
por los discursos que llegaban desde la Francia revolucionaria?.
Tampoco Aranda consiguió consolidarse. En noviembre de
1792 le sucedió Manuel Godoy, quien dominaría la política española y la
voluntad de los reyes hasta 1808. Godoy era un intrigante y ambicioso personaje
de origen hidalgo que aprovechó sus relaciones íntimas con la reina María Luisa
para lograr un rapidísimo y suculento ascenso social y político. Había
ingresado en los guardias de Corps en 1784; en 1791 ya era teniente general,
con veinticuatro años, y un año después obtuvo el ducado de Alcudia con la
grandeza de España. En cualquier caso su llegada a la cúspide de la política
fue bien recibida por las clases privilegiadas, porque le consideraban un dique
de contención de las ideas revolucionarias.
La guerra contra la Convención se inició en 1793 con los
éxitos del general Ricardos en el Rosellón, pero pronto cambió el curso de los
acontecimientos. La invasión de las tropas republicanas en territorio vasco
obligó a pedir la paz, que se firmó en Basilea en julio de 1795 y significó un
triunfo diplomático para Godoy: Francia abandonaba su conquista a cambio de la
parte española de la isla de Santo Domingo. Fue nombrado Príncipe de la Paz.
En 1796 Godoy propugnó el giro de la política exterior:
la alianza con el Directorio francés, en una especie de revitalización de la
antigua política de los Pactos de Familia. En octubre del mismo año España
declaró la guerra a Inglaterra, una guerra que se saldó con varios reveses y la
caída temporal de Godoy en 1798, siendo sustituido sucesivamente por Saavedra y
Urquijo.
En diciembre de 1800 Godoy volvió al poder. A partir de
este momento la alianza con Francia entra de lleno en la lógica de la expansión
napoleónica y su enfrentamiento con Inglaterra. En 1801 la breve guerra de las
naranjas contra Portugal –que se negaba a entrar en la política de bloqueo
antibritánico de Napoleón- acabó con la cesión de la plaza de Olivenza a
España. El nuevo episodio bélico iniciado en 1804 culminó con la derrota
marítima de la escuadra hispano-francesa en la batalla de Trafalgar. Las
repercusiones a corto y medio plazo resultaron extraordinariamente lesivas para
el futuro del Estado transoceánico español. El almirante Nelson había asestado
un golpe decisivo al poderío naval español que, posteriormente, facilitaría la
independencia de los territorios americanos.
A corto plazo la derrota de Trafalgar cortó las
comunicaciones españolas con América, generando una sensación acusada de
debilidad que exageraba las virtudes de la alianza con Francia. Napoleón
necesitaba a España en su política de bloqueo antibritánico de forma directa,
pero también indirecta, como vía para la conquista de Portugal. El 27 de
octubre de 1807 los representantes de Francia y España firmaban el tratado de
Fontainebleau. El proyecto dividía Portugal en tres partes: la septentrional
para el rey de Etruria, en compensación por la incorporación a Francia de la
Toscana italiana en 1807 (solución bien recibida por la Corte española, puesto
que se trataba de un nieto de Carlos IV); el sur, es decir, las regiones de El
Algarce y El Alentejo, se cedería a Godoy, y la posesión de la zona central
quedaba indefinida hasta la conclusión de la paz con Portugal. En todo caso los
tres principados quedarían bajo la protección del Rey de España. Hipótesis de
reunificación peninsular muy bien acogida en la corte de Madrid, que además era
instrumento y coartada de unos planes de mayor alcance: la ocupación militar de
España, ya que el tratado permitía, sancionando una situación ya de hecho, la
libre entrada y acantonamiento de las tropas francesas en territorio español
como paso hacia Portugal. En un mes el ejército francés, al mando del general
Junot, entraba en Lisboa, y el príncipe regente Juan de Braganza huía a Brasil.
La alianza con Francia desde 1796 y su correlato bélico
consumió la inmensa mayoría de los recursos disponibles. La hacienda estatal,
siempre maltrecha en sus vías de alimentación, contemplaba con inquietud la
merma de ingresos y el deterioro del comercio con los territorios americanos.
Así la crisis financiera de la monarquía amenazaba con una reordenación del
sistema de impuestos que afectaría a las clases privilegiadas. Paradójicamente
cuando el discurso reformista de la época de Carlos III se había apagado, el
cúmulo de circunstancias adversas hacía más visibles las limitaciones del
Antiguo Régimen y la necesidad de reformas en profundidad. La desamortización
de los bienes eclesiásticos, antecedente de la que posteriormente realizara
Mendizábal, fue entendida como el primer episodio de una cadena de reformas.
Las elites tradicionales habían visto empequeñecidas sus atribuciones, poderes
y posiciones en la corte por el control que ejercían Godoy y su camarilla. Un
sector de estas elites buscó el apoyo del príncipe de Asturias, Fernando, como
alternativa a Carlos IV y Godoy.
Estas tensiones políticas, con nudo en Palacio, fueron
adquiriendo mayores dimensiones, mezclándose con la política internacional para
hacer crisis en la conjura de El Escorial en 1807, y en el motín de Aranjuez de
1808. Ambos episodios son una especie de revuelta de privilegiados. La conjura
de El Escorial, que intentaba situar a Fernando en el trono, acabó en fracaso,
con el perdón del monarca para su hijo y el destierro de los implicados de una
camarilla cuyas cabezas visibles eran el influyente clérigo Escoiquiz y los
duques de San Carlos y del Infantado. El siguiente intento fue el motín de
Aranjuez, la noche del 17 de marzo de 1808, esta vez adobado con una proyección
popular que expresaba el descontento por la mayor actividad de las tropas
francesas. Una proclama de Carlos IV el 16 de marzo, con el fin de tranquilizar
los ánimos, insistía en la actitud amistosa y de colaboración de los franceses,
a la par que desmentía el presunto viaje de la familia real a Andalucía para
embarcar hacia América. Esta vez el éxito de la camarilla fernandina fue
concluyente: la destitución de Godoy y la renuncia a la corona de Carlos IV el
19 de marzo, a favor del príncipe Fernando. No por ello la crisis política y
dinástica quedó cerrada.
En efecto, el 23 de marzo el general Murat, lugarteniente
del emperador en España, entraba en Madrid. En la doble estrategia de Napoleón,
la parte militar parecía concluida. Faltaba culminar la vertiente política,
cuyo fin último suponía el cambio de dinastía. El escenario fue la ciudad
francesa de Bayona. Allí acudieron Godoy, Carlos IV y Fernando VII buscando la
protección del emperador. Durante los diez primeros días de mayo se sucedieron
las abdicaciones de Bayona, en una ambientación humillante de conflicto
de la familia real española ante Napoleón. La Corona pasó vertiginosamente por
varias manos: Fernando VII retrotrae a Carlos IV, éste abdica a favor de
Napoleón, quien a su vez eligió a su hermano Luis como rey, pero éste rechazó el
ofrecimiento. La Corona acabó en el primogénito de los Bonaparte, José, quien
después de muchas dudas la aceptó, el día 6 de junio. José I era el nuevo
monarca de un país que así se incluía e la red endogámica-familiar de estados
satélites que el emperador había diseñado para Europa.
La guerra de la Independencia de 1808-1814 es el
acontecimiento universalmente aceptado que abre las puertas de la contemporaneidad
en España y es, además, el primer referente de una historia nacional. En
principio la guerra fue una cuestión regional del enfrentamiento entre
Inglaterra y la Francia napoleónica, pero acabó facilitando el primer ensayo
global de desmantelamiento jurídico del Antiguo Régimen a través de la
legislación emanada de las Cortes de Cádiz. Como si se tratara de unos cartones
goyescos, los protagonistas sociales y los discursos de la guerra dibujan
ambientes repletos de paradojas y contradicciones. Los campesinos resistiendo a
los franceses bajo el lema, de ribetes inmovilistas, Dios, Patria, Rey,
a la par que también se resisten a pagar las rentas y derechos a sus señores
españoles. En Cádiz muchos de estos últimos o sus representantes consideran a
esos campesinos como la Nación en armas, y como la expresión social de
la soberanía nacional, al tiempo que en agosto de 1811 declaran abolido el
régimen señorial y, un año después, el día de San José, aprobaban la
constitución.
La crisis del Estado del Antiguo Régimen adquiere su
plena comprensión si la articulamos en la dimensión transoceánica que tenía la
Corona multiterritorial de los Borbones, y que recogía una herencia de tres
siglos. En el verano de 1811 los ejércitos franceses ocupaban la mayor parte
del territorio de la Península. Lejos de allí, pero no por ello en desconexión
con este acontecimiento, aquel mismo verano, el 5 de julio, se proclamaba la
independencia de una nueva nación: Venezuela, es decir, el principio del
proceso de emancipación de los territorios americanos de la Corona. Ninguno de
estos dos fenómenos puede observarse por separado, ni por la época en que se desencadenaron,
ni por las múltiples interdependencias de fondo, diseñando una estructura única
de comprensión: la crisis del Estado transoceánico, definido como un conjunto
territorial, no sólo en términos cuantitativos, sino vinculado por la persona
del monarca y por un haz de relaciones económicas y sociales de orden señorial,
en las que descansa la esencia de su funcionamiento y la estabilidad de la
Corona en términos de despotismo ilustrado, pero también de su crisis.
Había sido un Estado sin parangón entre sus convecinos
del Antiguo Régimen, por contener algo tan peculiar como un imperio colonial de
carácter estamental a di- ferencia del modelo colonial británico. Era un Estado
que rebosaba contradicciones, como la de que su capital fuera Madrid, una mediana
ciudad europea, y su principal urbe México, un núcleo colonial que representaba
la mayor ciudad de toda América a finales del siglo XVIII.
Cronológicamente, la fase final del Estado transoceánico
puede situarse a partir de 1765, fecha de las reformas ilustradas más avanzadas
a ambos lados del Atlántico, para culminar en 1826, año en que se puede
considerar plenamente realizada la independencia del área continental americana
y año en el que fracasa, durante el Congreso de Panamá, el proyecto de Simón
Bolívar de una unión íntergeográfica suramericana En el caso de la Península,
completa la periodización del proceso el final de la monarquía absoluta con la
muerte de Fernando VII en 1833, último y principal pilar de sustentación del
Estado transoceánico.
La descomposición de este tipo de Estado entre los siglos
XVIII y XIX queda explicada por su dificultad para renovar en los planos
social, económico y político su propio funcionamiento. Esta dificultad de
«regeneración» interna se hizo mas visible cuando se produjo el violento choque
con el exterior. Las estructuras del viejo edificio borbónico se estremecieron
al ser desplazadas por la máquina de guerra de una nueva y pujante potencia
europea: la Francia resultante de la revolución. La invasión napo- leónica, al
desarticular la monarquía absoluta de los Borbones españoles, coadyuvo a la
ruptura del principal nexo que articulaba aquella formidable extensión
territorial a ambos lados del Atlántico, haciendo emerger todo un cúmulo de
contradicciones en América y España, hasta entonces difícilmente sujetas por el
despotismo ilustrado. Desarticulada la monarquía borbónica de Carlos IV, los
efectos que se desataron en el reino, virreinatos, audiencias y capitanías
generales a partir de 1808, fueron de resultados irreversibles. Fue inútil el
intento de continuidad de Fernando VII en 1814. La monarquía ilustrada y
soberana del Estado transoceánico feneció en aquella primavera de 1808. Lo que
aconteció hasta 1826 en América y hasta 1834 en España fueron, más bien, los
últimos coletazos de una crisis.
Las guerras de independencia en España y América forman
parte de un contexto internacional mucho más amplio, en el que se barajaban
viejas y nuevas cuestiones económicas, políticas y de mentalidades. Se estaba
resquebrajando la visión de un mundo antiguo y nacía otro distinto. Chocaban
entre si la noción de poder absoluto y de libertades políticas, la de religión
y la de la razón, la de orden teológico y la experiencia científica, la de
dominio señorial y la de propiedad de mercado, la de derecho divino y soberanía
nacional... en suma la de orden estamental y la de sociedad abierta.
Sólo quedaron como restos del Estado transcoceánico Cuba,
Puerto Rico y Filipinas. Cuba era la principal plataforma colonial después de
la perdida del Imperio continental. Se transformó, pues, en una pieza clave de
la configuración del Estado liberal metropolitano. Era el mayor entorno
colonial para la obtención de unos excedentes económicos indispensables en
varias instancias: para la provisión de recursos con destino a las exhaustas
arcas de la hacienda pública, sujetas a un déficit crónico; además, el comercio
con Cuba actuaba de equilibrador de la balanza de pagos metropolitana,
intercambios sujetos a la política de mercado reservado que permitía la
colocación de stock no realizables en el mercado interno español.
España puso en práctica dos formas de actuación para el
control de la Isla. Ya que no era posible un acoplamiento natural entre las
respectivas economías, la metrópoli desplegó sobre Cuba un control coercitivo
en su doble versión política y económica. Desde el punto de vista económico
España estableció una práctica arancelaria sobre las exportaciones e
importaciones cubanas, dirigida tanto a alimentar el erario público, como a favorecer
la consolidación de determinados monopolios peninsulares e insulares, en
perjuicio de ciertos sectores de la oligarquía productora del azúcar. En el
plano político, el posible abanico de soluciones para el control de la Isla se
redujo a evitar que en Cuba se desarrollase cualquier opción de corte liberal,
con el fin de afianzar el control social y arancelario. De ahí la política de
plenos poderes otorgada al capitán general, siempre un militar con decisiva
influencia en la política metropolitana. Esta sobrevaloración del espacio
colonial cubano viene explicada por la expansión de su economía azucarera.
Conforme Cuba articule su espacio económico en el mercado mundial, queda bajo
el dominio de los comerciantes de origen español, que se integran como una elite
de poder capaz de intervenir de forma determinante en los asuntos políticos de
la metrópoli. Sin caer en determinismos exógenos, resulta evidente la presión
política procedente de La Habana que tuvo que soportar en su evolución el
Estado liberal del siglo XIX. Además las relaciones España-Cuba provocaron
situaciones extremas como la guerra de 1868 a 1878 o la de 1895 a 1898.
Si las estructuras del Antiguo Régimen no eran viables
para el conjunto del Estado transoceánico, mucho menos para los límites de la
metrópoli. La obra abolicionista de las Cortes de Cádiz quedó en suspenso en
1814, con el restablecimiento del absolutismo. Tras la muerte de Fernando VII
en 1833 se asiste a una secuencia nuevamente abolicionista que, de manera
irreversible, sepulta al Antiguo Régimen, aunque no a los que habían sido sus
protagonistas sociales hegemónicos. Desaparecieron las restricciones a la
libertad de comercio e industria, al igual que los vínculos y las manos
muertas, generalizándose la propiedad de mercado. La desamortización
eclesiástica de Mendizábal, a partir de 1836, y el final de los señoríos,
intensificaron los niveles de concentración de tierras en manos nobiliarias o
burguesas, con la consiguiente decepción de una ingente masa de campesinos sin
posibilidades de acceso a la propiedad de la tierra. A este panorama colaboró
la desamortización de bienes de propios y comunes de Pascual Madoz, en 1855. Durante
más de un siglo el problema social del campo y la conflictividad que de él se
deriva será una constante en la evolución política española.
La evolución del liberalismo español no puede
establecerse en claves de un fracaso continuo. No cabe llevar a la categoría de
paradigma la contraposición de dos modelos validos para el norte europeo más
desarrollado y el sur mediterráneo. Al fin y al cabo, un país como Francia tuvo
a lo largo del siglo XIX una evolución más dislocada y contradictoria en la
construcción de su Estado liberal que la España decimonónica, en la que desde
1834 siempre hubo una Carta constitucional vigente durante el resto del siglo.
El caso español es una secuencia lógica de distintas formulas de liberalismo,
en una línea ascendente desde formulaciones de liberalismo doctrinario para
pasar al experimento democrático del Sexenio 1868-1874 y desembocar en una
simbiosis que amalgama principios doctrinarios y democráticos desde los años 80
del siglo XIX.
El análisis del liberalismo español, pues, puede ser
contemplado desde una doble perspectiva: bien como una realidad alterada por el
intervencionismo militar en forma de pronunciamientos, por la injerencia de
poderes de hecho, como puede ser el caso de las camarillas palatinas, y por la
permanente desvirtuación del sufragio a través de los métodos caciquiles. O
bien como la permanencia de un sistema que mantuvo en lo fundamental sus
principios, independientemente de la versión que adquirieran y de su mayor o
menor alcance. De esta forma las resistencias enunciadas y los poderes de hecho
no eran alternativas a su funcionamiento sino ingredientes que lo caracterizan.
Otra cosa muy distinta es una democratización efectiva que calara en el tejido
social. A pesar del protagonismo militar en la acción política, la finalidad no
era la instauración de una dictadura militar sino la defensa, en último
termino, de alguna de las versiones del liberalismo. Los militares actuaron en
nombre de los partidos que configuraban la familia liberal.
La evolución del sistema liberal estuvo en función de los
distintos grupos sociales que se fueron incorporando a su práctica política, y
en relación con el progresivo desarrollo económico y social del país. En una
primera etapa las versiones del liberalismo español representaban intentos
sucesivos de acomodo a las realidades sociales, económicas y culturales
cambiantes, sin que ello se resuelva necesariamente en un acoplamiento
perfecto. La evolución política del siglo XIX español se diferencia de los
otros países del occidente europeo más en la forma que en los contenidos.
Tengamos en cuenta que, a escala europea, sólo dos modelos responden a una
dinámica evolutiva, sin sobresaltos, con una adecuación reformista a las nuevas
realidades emergentes: Gran Bretaña y Bélgica. Los restantes modelos responden
a un esquema de actuación sujeto a toda suerte de desajustes centrífugos que
transforman la escena política en una concatenación de avances y retrocesos
resuelta en sucesivas confrontaciones violentas que dan como resultado, a
mediados de siglo, un consenso defensivo entre los nuevos notables y las elites
procedentes del Antiguo Régimen alrededor de un ideario liberal de corte
gradualista.
Así, el liberalismo dejo de ser patrimonio político de
las alternativas al sistema absolutista para ser adoptado desde arriba. Los
notables españoles de mediados de siglo, al igual que los europeos, entendieron
el liberalismo como un producto de intensidad media y equidistante de los
extremos, cuyos principios teóricos serían más o menos desarrollados en la
práctica conforme fueran mudando determinadas realidades. En general puede
decirse que los progresos políticos del sistema liberal en toda Europa
estuvieron condicionados por la capacidad integradora de las elites políticas,
por su capacidad para asumir el conjunto de las demandas sociales. Todo ello en
función de variables económicas, sociales y culturales: los avances de la
sociedad industrial, el nivel organizativo de la sociedad en general y la
extensión de la cultura política. Ninguna de ellas, considerada a escala
individual, era capaz de asegurar la reproducción autosostenida del régimen
liberal.
El acoplamiento entre estos tres niveles fue inestable en
casi toda Europa y en España también. Los vaivenes de la política francesa,
italiana, portuguesa o alemana antes de 1870, aunque tuvieran una sustancia
diferente al caso español, acabaron por diseñar una línea de evolución que no
se diferenciaba en demasía. La trayectoria del liberalismo español durante los
primeros cuarenta años del siglo supone una secuencia inestable de ensayos, en
la que el sistema liberal, como molde político, no acaba de encontrar acomodo
en un complejo proceso de transición, y se ve relevado intermitentemente por el
sistema absolutista de gobierno.
Es con la obra de Cádiz y la Constitución de 1812, cuando
el Estado liberal, en términos jurídicos, empieza a tomar cuerpo, pero sólo en
el campo de los principios, ya que en la práctica, y en un contexto de guerra,
solo se desplegó tímidamente. La reacción absolutista y excluyente de 1814
ahogó cualquier atisbo del liberalismo emanado de la Constitución gaditana en
el marco de una Europa absolutista. De todas formas, la Constitución de 1812
fue punto de arranque y espejo posterior del constitucionalismo español. Así,
España fue uno de los primeros países en darse una constitución sobre la base
de la soberanía nacional, la división de poderes y los derechos individuales.
El texto no dejaba de ser, en sus orígenes y contenidos, una formula a medio
camino entre los principios liberales, revolucionarios por sus consecuencias al
desmantelar jurídicamente las bases de sustentación del Antiguo Régimen, y
elementos tradicionales susceptibles de acoplamiento en el nuevo organigrama
liberal.
El Trienio liberal de 1820-1823 rescató la Constitución,
profundizó jurídicamente en la desarticulación del Antiguo Régimen y empezó a
perfilar las familias políticas del liberalismo español, pero fue una breve
experiencia con dificultades de sustentación y frágil ante el empuje de una
nueva reacción absolutista, guiada esta vez por la intervención militar del
absolutismo europeo. De cualquier manera, el turno entre liberalismo y
absolutismo cambia de signo a finales de la década de los años 20. La
inviabilidad de las estructuras del Estado absoluto, técnica y políticamente,
para adaptarse a las circunstancias económicas y sociales cambiantes, provoca
que el mismo absolutismo trate de remozarse con reformas administrativas sin
alterar sus fundamentos. Con el cambio de década los resortes del Estado son
liderados por absolutistas «moderados» con una política denominada de
«reformismo fernandino», pero en modo alguno de naturaleza liberal, que se
prolongará hasta bien entrada la década de los años 30. De tal forma que ya
antes de la muerte del Monarca en 1833 se ha puesto en marcha un proceso de
transición pactada que acabara desembocando en el establecimiento del sistema
liberal, una vez fracasados todos los esfuerzos por lubrificar el
funcionamiento del Estado absoluto. Los principios absolutistas quedaron
asociados a los realistas de los años 20, que cerraron filas en torno al
pretendiente Carlos María Isidro y baja el nombre de carlistas se convirtieron
en los depositarios de la esencia del absolutismo. La cuestión sucesoria y la
Guerra Carlista no fueron más que la cristalización de dos formas de entender
la salida a la crisis política, escondiendo dos modelos distintos y excluyentes
de proyectar el rumbo de la sociedad española.
En este contexto de guerra civil, la fórmula del Estatuto
Real de 1834 fue un producto híbrido entre principios recortados del
liberalismo y la perpetuación de elementos del Estado absoluto, más de estos
que de aquellos, al consistir en una especie de carta otorgada de la regente
María Cristina. Experiencia inviable a corto plazo, que fue sustituida por el
restablecimiento de la Constitución gaditana en 1836, nuevamente como columna
vertebral del discurso liberal. La evolución del liberalismo español se debate
ahora entre dos versiones que se van perfilando nítidamente: la versión
progresista, que logra articular una nueva Constitución en 1837 y tiene
oportunidad de desarrollar su discurso durante la Regencia de Espartero
(1840-1843), y la versión moderada, que balbucea políticamente en 1838-1839,
pero que da contenido al primer asentamiento firme y definido del liberalismo
español a partir de 1844, coincidiendo con la mayoría de edad de Isabel II, y
desarrollando sus principios doctrinarios a partir de la Constitución de 1845.
Estas alternativas entre liberalismo y absolutismo, primero, y entre
progresistas y moderados, después, tienen como punto de referencia en sus
posiciones y en el protagonismo del panorama político los pronunciamientos
militares, pieza inexcusable, junto a la trama civil, del proceso de
sedimentación del sistema liberal.
El modelo liberal dibujado por la Constitución de 1845
era de naturaleza restrictiva. Había sido creado por un sector de la elite
política en parte protagonista de la transición liberal de los años 30. En este
aspecto puede ser equiparable al reformismo británico «desde arriba». El
moderantismo, más que política de partido, es una formula global de
construcción del Estado, que parte del principio de la soberanía compartida,
las Cortes con el rey, y un sistema representativo limitado por el sufragio
censitario, el falseamiento electoral y la actuación determinante del entorno
de Palacio. Superadas las soluciones de urgencia de la década anterior, en un
contexto condicionado por la Guerra Carlista, el moderantismo fue el primer
intento de articulación del Estado liberal sobre un conjunto de reformas que
abarcaban la administración, la justicia, la hacienda, la educación y fijaba
las relaciones con la Iglesia a través del Concordato de 1851, que establecía
una estrecha ligazón entre ambos marcos institucionales. El hecho de que el asentamiento
del Estado liberal se realizase bajo parámetros del moderantismo fue
determinante para su evolución durante todo el siglo. Las tesis del
moderantismo se convirtieron en el punto nodal de referencia, por aceptación o
por exclusión, en los restantes procesos constitucionales. Dada la frágil
articulación de la sociedad civil, las elites políticas del moderantismo
tendieron a sustituir esa articulación por una organización sustentada en una
pirámide de notables que encaja a la perfección con las relaciones clientelares
clásicas de comunidades rurales configurando una primera infraestructura del
tejido caciquil.
En 1854 el régimen moderado dejo el testigo durante dos
años a la otra rama de la familia liberal: el partido progresista, previo
pronunciamiento militar, sin un cambio significativo de las elites políticas.
Así se abren dos años de reformulaciones. La caída de los moderados estuvo
provocada en última instancia por su propio carácter excluyente, fijando una
característica de la trayectoria del liberalismo español, posteriormente
reproducida, y que obligaba a las partes excluidas a recurrir invariablemente
al apoyo de unos militares, convertidos en líderes de partido, para imponer su
propio recambio excluyente. Así, las situaciones políticas se sucedían unas a
otras por la vía del pronunciamiento.
A la altura de 1854 las diferencias doctrinales entre
moderados y progresistas se habían reducido enormemente: los progresistas
apostaban por un marco de libertades públicas más amplio, en concreto la
libertad de imprenta, además de un sistema de sufragio más extenso, la
instalación del juicio por jurado, la democratización del régimen local, la
reinstauración de la milicia nacional, y una más efectiva centralización
administrativa. De todas formas, esta última cuestión debe ser matizada. A
pesar de la vocación centralista de todas las familias liberales españolas,
técnicamente resultó un centralismo imperfecto. Ni el sistema de transporte,
educación, justicia, o el funcionamiento administrativo lograron llevar a cabo
en toda su extensión esa vocación centralizadora, que además convivió con
residuos forales hasta 1876. De hecho, el desarrollo del liberalismo español
del siglo XIX hay que entenderlo como resultado de un pacto tácito o explicito,
según las ocasiones, entre unas elites asentadas en Madrid y otras regionales,
dando como resultante una dualidad entre centralidad-particularismos locales y
regionales. A finales de siglo parte de estas últimas formulas dan sus propios
proyectos políticos, sustentados en realidades culturales diferenciadas.
El bienio 1854-1856, cuya máxima expresión
jurídico-política fue la Constitución non nata de 1856, dejó su impronta sobre
todo en el campo de la economía al reorientar la política económica hacia
parámetros más liberales. La legislación bancaria y ferroviaria del periodo
permitió una mayor apertura al capitalismo europeo, la construcción de un
embrionario sistema financiero y el primer trazado ferroviario español, pieza
básica en la estructuración del mercado nacional.
Sin embargo, en la experiencia progresista despuntaron
elementos populares que tuvieron su expresión en las barricadas de 1854,
recogiendo la trayectoria del pueblo liberal durante el Trienio y los años 30,
pero todavía sin coberturas políticas que permitieran una alternativa de
democratización. Aquí se establecieron los límites de permisibilidad de las
elites políticas que optaron en 1856 por una reorientación del proceso bajo la
fórmula de la Unión Liberal, especie de partido de centro y producto político
híbrido entre los principios doctrinarios y el reformismo más acentuado de los
progresistas.
Las tensiones anunciadas en 1854 hicieron crisis en la
década de los años 60. La crisis económica, desvelando la inviabilidad de la
política económica; el fracaso de la Unión Liberal provocando un régimen
político muy restringido y cada vez más aislado, que acabara salpicando a la
propia corona de Isabel II (1833-1868), y el debate intelectual y cultural
criticando el sistema, animaron a un sector de las elites políticas, militares
y económicas a optar por el ensayo del liberalismo democrático. Pero, además,
ahora el recambio «desde arriba» vino acompañado de la participación de capas
populares, sobre todo urbanas, depositarias de una cierta cultura política. Así
se perfiló un marco de crisis que, en último término, ponía de manifiesto el
desajuste entre las nuevas demandas sociales y el sistema político. La
alternativa estaba servida: la tripleta ideológica formada por el ideario
democrático, el krausismo y el librecambismo debían reconducir el rumbo del
liberalismo con ocasión de la revolución de 1868.
Este ideario democrático llevaba a sus últimas
consecuencias los principios del liberalismo. La Constitución de junio de 1869
y su desarrollo posterior estableció un marco de libertades públicas sin
parangón posible en experimentos anteriores. La estructuración de un Estado
democrático que adopto la fórmula de la monarquía parlamentaria, en la persona
de Amadeo de Saboya (1870-73), basada en una conceptualización sin cortapisas
de la soberanía nacional y de la primacía de la sociedad civil.
Pero la imposibilidad de articular un sistema coherente de
partidos como basamento del régimen acabó impidiendo su funcionamiento. En este
aspecto el fracaso de la monarquía amadeísta representa también el fracaso de
un sector de la elite política ejemplificado en los enfrentamientos entre
Sagasta, Ruiz Zorrilla o Serrano. A la par, un régimen concebido sin carácter
excluyente en realidad no pudo cumplir su voluntad integradora. En términos
políticos, carlistas y republicanos protagonizaron alternativas, incluidas las
insurreccionales, al sistema. Los levantamientos republicanos de 1869 o la
sublevación general carlista de 1872 son buenos exponentes. En términos
sociales, sectores populares de origen rural o urbano, que habían pretendido
una mayor dimensión reformista, en temas tales como la propiedad de la tierra,
la cuestión de las quintas o las relaciones capital-trabajo, vieron frustradas
sus aspiraciones. Ni el campesino andaluz consiguió colmar su hambre de tierra,
ni el naciente movimiento obrero, con la llegada de la Internacional a España a
finales de 1868, encontró cauces para su desarrollo al cuestionarse su
legalidad. Tampoco la efímera República (1873- 74), instaurada para llenar un
vacío de poder tras la abdicación de Amadeo I, encontró suficientes bases
políticas y sociales de sustentación. Ni su vocación reformista, ni su proyecto
de estructuración federal del Estado lo lograron.
Más allá de las circunstancias políticas coyunturales, el
Sexenio democrático (1868-1874) dejó un sedimento perenne en el desarrollo del
liberalismo español: formas de organización de la sociedad civil, libertades
individuales, niveles de participación, modernización del Estado y del sistema
judicial, régimen representativo, extensión del debate intelectual... en parte
asumidos, por convicción o imposición, por el régimen político de la
Restauración, preparado minuciosamente por Cánovas del Castillo y que se abre
en 1875 tras el pronunciamiento del general Martínez Campos y la coronación de
Alfonso XII.
El denominado sistema canovista, basado en la
Constitución de 1876, es la resultante de las variables históricas del
liberalismo español: sincretismo de doctrinarismo y principios democráticos
conforme el régimen se desarrolle. Se reproduce la idea de la soberanía
compartida, al tiempo que en la práctica diseña un funcionamiento político
dominado por el turno de partidos y la utilización del engranaje caciquil. Para
Cánovas era la mayor dosis de liberalismo que podía soportar la estructura
social y económica del país, buscando un punto de equilibrio que evitara el
intervencionismo militar y amortiguara la hipótesis de radicalización social.
De todas formas, lo concebía como un sistema elástico, en el que se fueran
incorporando reformas que empiezan a cuajar en el decenio de los años 80,
dirigidas por Sagasta, y culminan en 1890 con la reinstauración del sufragio
universal masculino.
Con todo, el sistema político a finales de siglo distaba
mucho de una democratización efectiva. Su capacidad de integración seguía
siendo limitada. El movimiento obrero, los nacionalismos y el republicanismo
discurrieron por proyectos políticos distintos al encontrar difícil acomodo en
las prácticas políticas del sistema. Llamaba a la puerta la España de los
revisionismos.
A lo largo del siglo XIX la configuración del sistema
político liberal, pues, adquirió un tono reformista desde arriba y oligárquico
con el asentamiento de las elites que eran producto de la confluencia de
tradición y modernidad, abandonándose las alternativas populares y
democráticas. También quedó en elaboración teórica la movilidad social con el
dibujo secular de los infranqueables límites de la sociedad abierta. La
desarticulación del Antiguo Régimen en sus aspectos jurídicos había implicado
la definición y construcción de un nuevo Estado, que administrativamente
recogía una herencia dieciochesca. Pero todo ello no quiere decir que la
sociedad española sufriera una mutación global en sentido de ruptura con un
mundo anterior. Las elites del dinero y del poder se reordenaron, sin que
existiera una sustitución global de elites, mientras el camino de la
industrialización y de las pautas tan queridas por el liberalismo económico
sólo se consolidaron lentamente en un privilegiado núcleo de territorios.
Permanencia del constitucionalismo, pero también relativa
fragilidad del Estado liberal del siglo XIX. Éxito en cuanto que se organizó el
organigrama básico de funcionamiento de un sistema político acorde con los
principios liberales del gobierno representativo, pero sumamente restrictivo en
su dimensión participativa, y mediatizado por la práctica de los poderes de
hecho y de un sistema administrativo. Fragilidad porque tendieron a
identificarse ambas esferas, política y administrativa, exacerbando la práctica
de la exclusión que subordinó el natural desarrollo parlamentario, como instrumento
de cambio político, al pronunciamiento, es decir se institucionalizó" la
práctica de sustitución a través del cambio insurreccional. Así el Estado fue
rehén de una oligarquía de nobles, servidores de Palacio, servidores del
Estado, elites económicas... No fue desdeñable la influencia que tuvo en ello
la crisis hacendística perpetua del Estado, que desvela sus contradicciones. Un
Estado fuerte presa de recursos suficientes para asegurar sus funciones
administrativas con eficacia y para culminar su vocación uniformadora y
centralizadora. La ausencia de recursos influyó notablemente en el cautiverio
del Estado por parte de unos prestamistas, exteriores e interiores, que
ensancharon decisivamente su influencia.
Con respecto a otros países del occidente europeo, la
España del siglo XIX ofrece muestras evidentes de atraso económico. Sin
embargo, tal idea no debe conducir a una conceptualización absoluta. Cualquier
explicación sobre la evaluación de la industria española en el siglo XIX que
pretenda tener un carácter global, debe plantearse la cuestión tanto desde el
lado de la oferta como desde la demanda. En la España decimonónica una tupida
red de carencias, desfases y distorsiones estructurales encenagan los canales
de la acumulación interior. Parte de este atraso es atribuible a la
persistencia de estructuras anacrónicas en el campo que perfilan un conjunta de
baja productividad, aunque no de inmovilismo. La desamortización, la disolución
del régimen señorial y la desvinculación consolidaron las anteriores
estructuras de propiedad, y las posteriores dificultades económicas de la
nobleza de cuna ocasionaron transferencias de propiedad en el interior de las
elites sin mayores cambios sustanciales. La puesta en cultivo de nuevas tierras
desembocó más en el aumento de la producción que de la productividad. El acceso
de las burguesías al mercado de tierras se saldo con la extensión generalizada
de los comportamientos rentísticos: es decir, los propietarios actúan más como
empresarios de rentas agrarias que como empresarios agrarios. En los
latifundios la maximización de las rentas se baso en la mano de obra abundante
y barata y la presión sobre los salarios con la subsiguiente demanda interna
bajo mínimos y falta de innovaciones técnicas. La propia precariedad de los
minifundios reforzó esta tendencia.
Los recursos mineros en los que España era rica (hierro,
plomo, cobre, mercurio) entraron en una acelerada explotación en el último
cuarto de siglo, pero no trajeron como consecuencia un fenómeno de desarrollo
industrial paralelo en estas áreas, con la posible excepción del Pals Vasco. Su
aportación a la industrialización no resultaría, por tanto, significativa en
términos directos, aunque al colaborar decisivamente en la balanza comercial
permitió la importaci6n de inputs de todo tipo, básicos para el equipamiento de
la industria. Tampoco se dio un sustancial tirón de los ferrocarriles sobre la
industria pesada como podría haber ocurrido, tema también objeto de debate en
la época y la historiografía posterior. La desvinculación entre la construcción
del ferrocarril y la producción siderúrgica interior fue percibida por los
industriales del ramo como una autentica tragedia, como la ocasión perdida para
el despegue definitivo. El auge ferroviario de 1860-65 culminó en una masiva
importaci6n de hierro extranjero, sin embargo la incidencia sobre. la
producci6n interior fue escasa. Lo que ha puesto en duda la historiografía
posterior es si el nivel tecnológico de la industria siderúrgica de aquella
época le hubiera permitido hacer frente al colosal incremento de la demanda
ferroviaria. Por otro lado, el déficit cr6nico de la hacienda publica absorbe
recursos que, si bien posibilitan la financiación estatal del tendido
ferroviario a través del régimen de subvenciones, consolidan el rentismo de las
elites y las capas medias y canalizan inversiones hacia áreas improductivas.
La elite económica madrileña de mediados del siglo XIX
-síntesis de la nacional- es una compacta mezcolanza de prestamistas a corto
plazo, tenedores de deuda publica y perceptores de rentas agrarias. Los
promotores de empresas son una pequeña minoría, siempre limitados por la
escasez de recursos y la ausencia de una red bancaria articulada. Entre 1830 y
1870 las prácticas del banquero madrileño, están asociadas a negocios con el
Estado y al esquema antedicho.
En resumen, atraso técnico, escaso excedente y baja
productividad, distribución negativa de la renta, extensión del rentismo,
deficiencias de la red bancaria y control de recursos básicos por parte del
capital extranjero, conforman los frágiles cimientos sobre los que se asienta
el edificio industrial, resuelto a través de estructuras artesanales y de
empresas familiares en condiciones de autofinanciación al abrigo de un régimen
de protección arancelaria hasta las tímidas correcciones de 1869. Las
estadísticas de 1868 señalan que el País Vasco proporcionaba el 26 par 100 del
total interior siderúrgico, como preámbulo de un salto cualitativo que tomara
cuerpo diez años después, cuando la siderurgia vasca acelere su modernización
tecnológica al abrigo de la exportación de mineral de hierro a Gran Bretaña y a
la importación de combustible de esta procedencia. A finales de siglo los altos
hornos de la cuenca del Nervión desplazarán en importancia a los asturianos,
sentando una preponderancia que no oculta el modesto lugar de la producción
siderúrgica española en el contexto europeo, lo que provoca la presión de los
fabricantes vascos para conseguir mayor protección arancelaria.
A mediados del Siglo XIX Cataluña era la punta de lanza
de la industrialización española. Está en proceso de constitución un tejido
industrial que supera los cauces del artesanado tradicional para asentarse en
la fuerza de vapor, en la organización del trabajo a partir de la fábrica y en
la presencia de una burguesía industrial en la plena acepción del término. A la
altura de 1860 la estructura de la población activa en la provincia de
Barcelona refleja a la perfección la extensión de una cultura industrial: la
industria ocupa el 41,4 por l00, mientras que la agricultura un 37,5 por 100 y
los servicios el 21,1 por 100. El origen se ha situado en los últimos decenios
del siglo XVIII en que cristalizó una larga tradición artesanal y comercial
anterior. Independientemente de la importancia que se le conceda al mercado
colonial, lo cierto es que Cataluña con centro en el puerto de Barcelona,
estaba inscrita en una trama comercial muy desarrollada desde etapas
anteriores. Una actividad comercial que supo rentabilizar al máximo las
transformaciones agrarias en el siglo XVIII en el terreno de la vid. Entre 1800
y 1913 el consumo per cápita del textil catalán se duplicó con una etapa de
especial aceleración entre 1830 y 1860, y de limitado crecimiento entre 1860 y
1890 Cataluña tuvo una gran capacidad de atracción de industrias textiles antes
especialidad de otras regiones. Fue el caso de la industria lanera, que durante
la edad moderna había sido patrimonio de Castilla, dada su ventaja como
productora de una materia prima de excelente calidad. Sin embargo en el siglo
XIX no superó el estadio artesanal, mientras que Cataluña pudo aplicar al
sector lanero sin dificultades todo el entramado técnico, comercial y humano de
la industria algodonera. Un caso similar es el de la seda valenciana y
murciana, industria tradicional de estas regiones que a mediados del siglo XIX
tiende a concentrarse en Barcelona.
Si la idea de España como unidad administrativa es una
creación del siglo XVIII y de la política uniformista de los Borbones, la legitimación
de la idea de España y de la nación española, es un producto intelectual
del siglo XIX que corre paralelo a la construcción del estado liberal, pero
alcanza sus frutos más logrados a mediados de siglo, es decir, pasado el
esfuerzo uniformador, centralista, y reformista que a lo largo de los años 30 y
40 las elites políticas llevan adelante con respecto al Estado. El grueso del
discurso nacionalista es, pues, posterior a los momentos cenitales de la
construcción del Estado liberal. La construcción del discurso nacional español
estaría ubicada en el grupo de países ya unificados territorialmente a
principios del siglo XIX y por tanto sin una difusión explícita y emocional
encaminada a la agitación popular para la constitución de su Estado-Nación.
Mientras intelectuales alemanes e italianos en sus más diversas formas de
difusión –filósofos, historiadores, literatos o músicos- se lanzan a articular
un discurso nacionalista apoyándose en ingredientes étnicos o lingüísticos que
desembocan en la creación de sus Estados, en España la articulación coherente de
un discurso nacionalista se enfoca a la legitimación de la organización del
Estado. Sus soportes eran la unidad territorial la uniformización legislativa y
política y la unidad religiosa. Pero también una identidad nacional.
Independientemente de las versiones de las familias liberales, una idea es
central en el discurso: la existencia inmemorial de la nación española.
Una primera socialización de los valores del nacionalismo
dispersos que se han ido divulgando son asumidos por la nación en armas en 1808,
o formando parte de la exaltación de los diputados de Cádiz o de los hombres
del Trienio haciendo referencia a épocas de un pasado de Castilla y de sus
libertades. La reacción frente al invasor aglutina emocionalmente los
elementos. Construido el Estado liberal, la justificación de sus formas se
realiza buceando en el pasado. Los historiadores eran los encargados de
sistematizar los valores del nacionalismo reconstruyendo un pasado que trataba
de legitimar un presente. A lo largo del siglo XIX el nacionalismo español no
tiene referentes exteriores a los que contraponerse, como los austriacos para
los italianos, o todos los países donde hubiera alemanes para éstos en una
unificación sin fin, pero tampoco tiene una misión civilizadora universal como
el nacionalismo francés había edificado sobre la exportación de los valores
universales de la Revolución o del británico y la vocación del Imperio. El
nacionalismo español bucea en el pasado, pues, sin diseñar un proyecto de
futuro inmediato.
A mediados del siglo XIX en el contexto de la elaboración
intelectual del nacionalismo español se yuxtaponen, al menos, dos corrientes
que, utilizando en términos generales los mismo ingredientes, enfocan el
discurso para justificaciones diferentes. Jover ha definido estas dos
elaboraciones intelectuales. Un nacionalismo próximo a la órbita del
moderantismo, cuyo fin último buscaría la legitimación del Estado fuerte
moderado con sus tintes oligárquicos, como estación término del liberalismo
español. Otra corriente situada en los circuitos progresistas y demócratas,
próximos a los contenidos populares del nacionalismo de los movimientos de 1848
en Europa. La primera pretende ser ecléctica, es retrospectiva, elitista,
castellanizante e introvertida, sin proyecto de futuro, porque el último
eslabón se sitúa en lo ya construido, legitimando un presente que se pretende
conservar pero no transformar de ahí su escasa capacidad integradora, su
exclusivismo y por tanto, opuesta a la aceptación de otras realidades
culturales diferenciadas. La segunda tiene una vocación descentralizadora
"municipalista", una naturaleza más aperturista que insiste en la
representatividad y "plenitud de la soberanía nacional", y es
iberista, llegando esta corriente a su máxima expresión política con la incorporación
de la idea federal por parte del republicanismo.
El discurso nacionalista destaca el papel de Castilla
como aglutinante del conjunto y se expresa en lengua castellana. Este proceso
de castellanización lingüística, que había tomado cuerpo en el siglo XVIII, en
cuanto el castellano se convirtió en la lengua institucional de un Estado que
persigue la uniformidad y el centralismo, tuvo su sistematización y
racionalización en la actividad desarrollada por la Real Academia de la Lengua
a través de sus normativas gramaticales y ortográficas. Sin embargo, y a pesar
de las disposiciones legales que planteaban en las escuelas de primeras letras
que la enseñanza se realizará en lengua castellana y que la Real Cédula de
Carlos III de 1768 insistiera en el tema recomendándose su extensión a la
Iglesia y a las universidades, a finales del siglo XVIII todavía resultaba
evidente el incumplimiento relativo de las disposiciones legales. El Estado
liberal intentó culminar el proceso utilizando, entre otros elementos, la
escuela como punto nodal para la difusión del castellano y de las primeras
nociones de Historia de España, a la par que los anaqueles de las bibliotecas
de las elites y las clases medias se nutrían de gramáticas, oratoria,
diccionarios... y de historias de España. El informe de Quintana de 1813
disponía la enseñanza en lengua castellana. La ley Moyano de 1857 reiteraba el
monopolio del castellano en la escuela. El castellano se convirtió en el
vehículo único para aprender a leer y a escribir en detrimento de otras lenguas
del país.
El problema reside en que la difusión de la conciencia
nacional a partir de la escuela no tuvo la misma intensidad que en otros países
europeos sencillamente por el fracaso de la política educativa a lo largo del
siglo XIX. La escuela no pudo cumplir enteramente este papel porque los niveles
de escolarización siempre fueron muy débiles. Los doce millones de analfabetos
a mediados del XIX no tuvieron ocasión de aprender a leer o a escribir ni en
castellano ni en ninguna otra lengua, ni tampoco conocer los rudimentos de la
historia nacional que los planes de enseñanza habían asignado a la educación
primaria. Quienes no asistían a la escuela sí tenían en cambio ocasión de
ampliar sus conocimientos a partir de la cultura oral de las lecturas en grupo
de periódicos, novela popular, literatura de cordel, obras costumbristas. Todo
ello ayudó a completar la asimilación de esa historia nacional tamizada por
referentes nacionales y locales, completando una amalgama en la que se mezcla
de forma desequilibrada lo nacional y lo particular.
A mediados del siglo XIX se asiste en Cataluña,
Vascongadas y Galicia a la recuperación particular de los respectivos pasados
históricos, entendidos en términos culturales, lingüísticos, institucionales y
etnográficos. Este fenómeno es común para todas las regiones españolas de la
época que tratan de rescatar un disperso acervo cultural común, cuya base se
sitúa en la pléyade de eruditos, literatos, artistas... locales y regionales.
La secuencia se resuelve en un largo periodo de integración cultural que tiene
como pilares otros fenómenos de integración a escala económica, urbana, social,
a lo que se añade la consolidación de unos instrumentos de divulgación de los
mensajes elaborados en forma de prensa escrita o de otras formas de expresión. Por
eso fue en Cataluña donde más arraigo tuvo la recuperación de sus referentes
culturales.. La importancia de la Renaixença como movimiento cultural
supera los límites mar- cados por su vinculación al romanticismo peninsular y
europeo. Esta corriente, cuyo inicio podríamos fechar simbólicamente a partir
de 1833 (Oda A la pàtria de Bonaventura Carles Aribau), constituye una
de las raíces inspiradoras del catalanismo político.
La eclosión de esta corriente debe contextual izarse en
un doble sentido. Por un lado, el sustrato romántico con que se presenta
permite explicar las líneas fundamentales de su producción cultural e
ideológica. La importancia de este eje argumental, sobre todo en la primera
generación de autores, supera incluso las matizaciones a causa de la filiación
política de algunos de sus miembros más representativos, como el conservador
Joaquim Rubio i Ors o los autores vinculados a la revista liberal El
Propagador de la Libertad. De este modo, se definen como elementos
esenciales del movimiento, cuestiones como la vindicación de una tradición
particular, el sentido de colectividad o las alusiones místicas a un pasado
idealizado. La heterogeneidad de estos trabajos queda puesta de manifiesto en
el alcance social que obtienen. Más allá de las diferentes propuestas
planteadas por la poesía -el ascetismo y la épica en Jacint Verdaguer, los
elementos populares en Maria Aguilo, el clasicismo de Pons i Gallarza-, debe
citarse también la más tardía madurez del teatro histórico, la comedia o el
sainete costumbrista.
En segundo término, el sentido y alcance de la Renaixença
no puede explicarse sin aludir a los fenómenos de industrialización y
transformación social que sufre Cataluña durante estos años. En este sentido,
la especificidad de este movimiento básicamente urbano ha sido vinculado a la
formación paralela de una burguesía de carácter nacional necesitada de
mecanismos ideológicos privativos. Su carácter estrictamente cultural supondría
entonces la primera fase de una inquietud mucho más vasta que conduce a la
formulación de plataformas y mensajes políticos que desembocaran en el
nacionalismo. Sin embargo, la heterogeneidad de las generaciones que conforman
esta corriente y la propia complejidad de su producción han de enfrentarse
también con la peculiar evolución política de Cataluña y su papel en la
formulación de un mercado peninsular. Los ya citados Aribau y Rubio i Ors
forman parte de un ambiente cultural donde también se integraran a partir de
los años 60 personalidades como Abdo Terrades o Almirall. La crisis de la idea
federal en 1873 consolido los primeros proyectos políticos catalanes que fueron
depurándose en los últimos decenios del siglo hasta configurar dos corrientes:
una de ellas, popular, republicana y laica; la otra, conservadora, católica y
burguesa, que consolidada por Prat de la Riba, se hizo mayoritaria a principios
del siglo XX, en la Lliga.
La recuperación de la cultura vasca había tenido sus
primeras manifestaciones en el tema lingüístico durante el siglo XVIII,
resaltando el carácter ancestral del euskara como la lengua más antigua de
todas las peninsulares. Existía una dualidad marcada entre campo y ciudad en la
utilización del euskara, sometida a su vez a una notable variedad dialectal. En
las zonas rurales es muy elevado el desconocimiento del castellano a finales
del siglo XVIII. La publicación de la primera gramática por Larramendi en 1729
y después su Diccionario trilingüe vasco-español, vasco- latino, pondrá
en marcha una secuencia investigadora sobre la lengua, a través de personajes
tan diferentes como Astarloa, Erro, Humboldt o el príncipe Lucien Bonaparte,
estudioso este ultimo de las variedades dialectales. A finales del siglo
XVIIII, la obra Peru Abarka defendía la plena relevancia de la lengua vasca
para expresar y tratar cualquier cuestión cultural y científica sin necesidad
de recurrir a neologismos procedentes del castellano. En esta publicística
adquieren especial importancia los catecismos religiosos en lengua vasca.
La construcción del Estado liberal y su proyecto
educativo en lengua castellana tuvo numerosas dificultades de aplicación en los
ámbitos rurales, por lo que en la práctica favoreció un cierto bilingüismo
escolar que en última instancia lo que perseguía era la propia imposición del
castellano. En 1842 Agustín Pascual Iturriaga publicaba Diálogos
vasco-castellanos para las escuelas de primeras letras de Guipúzcoa. Años
después Juan María de Eguren, inspector de enseñanza en Guipúzcoa y Álava desde
1859 basta 1876, reconocía que la masa general del pueblo guipuzcoano hablaba
asiduamente el vascuence y que los niños «cuando empiezan a asistir a la
escuela no entienden bien el castellano». La solución que brindaba era
intensificar la escolarización en castellano, lo que ocurrió en la práctica. A
lo largo de la Guerra Carlista de 1870- 76 los carlistas se plantearon la
enseñanza bilingüe en las escuelas primarias, para lo que se editó una cartilla
de lectura titulada Iracurtzaren asierac. La posterior derrota carlista
corto el proceso. A partir de 1876 la abolición de los fueros provoco una viva
reacción posteriormente culminada en la creación del nacionalismo político.
Sabino Arana Goiri fundó en 1895 el Partido Nacionalista Vasco, que mantuvo
hasta la guerra civil el monopolio de la expresión política nacionalista.
La recuperación de la cultura gallega estuvo mediatizada
par una marcada compartimentación social en el uso lingüístico: las elites del
dinero y del poder habían abandonado desde los siglos anteriores la práctica de
la lengua gallega, patrimonio, sin embargo, del campesinado. Como corolario, la
decadencia de la producción literaria gallega desde hacia varios siglos era
evidente. Las dificultades de integración de la economía gallega en un espacio
coherente, la falta de cohesión social y la propia dispersión del hábitat
fueron valores añadidos de corte negativo que retrasaron el renacimiento
cultural particular, cuantitativa y cualitativamente, con respecto a Cataluña y
el País Vasco. El rechazo de las elites urbanas hacia la enseñanza en gallego
en las es- cuelas primarias goza de múltiples testimonios en los que se concibe
la lengua gallega como subsidiaria de la lengua castellana. El uso del gallego
en la escuela quedaba reservado a una mera función asimilista, para asegurar la
penetración del castellano en los medios rurales. Entre 1850 y 1890 el
galleguismo cultural alcanzó sus rasgos definitorios, sin que ello se
concretara a medio plazo en un proyecto político nacionalista mayoritariamente
asumido. O Rexurdimento, iniciado en los años 50, con su proyección
inmediata en los juegos florales, se situó en el centro de la recuperación,
sistematización y divulgación, a través de una doble dimensión, historiográfica
y literaria.
En el primer espacio cabe destacar la figura de Murguía,
casado con Rosalía de Castro, a través de una prolífica producción que abarcó
el pasado histórico gallego en múltiples facetas, con el objetivo de mostrar
las raíces y la identidad diferenciadoras del pueblo gallego. En el plano
literario destacan tres autores: Rosalía de Castro, Eduardo Pondal, uno de los
impulsores del mito celta de Galicia, y Manuel Curros Enriquez autor comprometido
en una poesía de hondo contenido social que expone los padecimientos del pueblo
gallego. Por su parte, Alfredo Brañas ofrecería el primer contenido político al
regionalismo gallego, a partir de su labor como periodista, al mismo tiempo que
colabora intensamente en la modernización de la lengua. Basado en la idea de
las dos patrias, la patria española común y la patria gallega, sistematizó una
noción regionalista mas apoyada en la descentralización administrativa del
Estado que en el nacionalismo político propiamente hablando.
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